Un ser apenas respiraba, suspendido entre latidos erráticos y el frío de un destino sin nombre. Todo lo que alcanzaba a ver eran luces blancas y difusas, estirándose como si el tiempo lo arrastrara por un túnel angosto e interminable. Recostado sobre una camilla, sintió —por un instante— que jamás escaparía de aquella pesadilla.
La voz de su acompañante lo alcanzó, teñida de angustia. Cada vez que pronunciaban su nombre, un escalofrío le recorría la nuca… pero ninguna palabra lograba abrirse paso entre sus labios.
Mientras tanto, Nadia avanzaba, sin saber por qué seguía aquel rumbo. Sus pasos no le pertenecían del todo, como si una desesperación ajena la impulsara. La puerta de madera que habían cruzado quedaba atrás, distante, como si al cerrarse los hubiera sellado en un mundo nuevo. Evitó mirar hacia el fondo del pasillo blanco. En cambio, sus ojos se posaron en una pared de cristal.
Desde fuera, la sala parecía normal… pero algo no encajaba. Al mirarla con atención, el interior se distorsionó, y la estancia se convirtió en una versión alterada de la realidad.
Parpadeó con lentitud, como si cada pestañeo intentara darle sentido. Dentro, las partículas de polvo flotaban como luciérnagas atrapadas en un frasco. En el suelo, se esparcían juguetes antiguos: muñecos de trapo con ojos vacíos, hojas de papel cubiertas de dibujos en crayón. Pájaros alzando vuelo. Cadenas rotas. Manos extendidas hacia un cielo que no respondía. Cada trazo susurraba un deseo de libertad.
Entonces, un murmullo leve —como el viento entre cañas secas— se filtró en su mente. Al principio, era ininteligible, como si voces atrapadas tras el cristal intentaran alcanzarla. Se detuvo en seco, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.
Se cubrió los oídos, pero no bastó. Las voces persistieron, más nítidas, más cercanas… como si martillaran su conciencia. Cuando la realidad comenzó a disolverse en fragmentos, un tirón repentino la arrastró hacia adelante.
En ese instante —como si el movimiento abriera una grieta en el tiempo— oyó con claridad lo que intentaban decirle:
—Ya no hay forma de volver atrás. Todo lo que hemos vivido y recordado nos ha sido arrebatado… Es inevitable. El futuro solo pertenece a los elegidos.
La voz, infantil, se perdió como un eco entre los muros del pasillo. Antes de que pudiera reaccionar, otra voz llego a su conciencia—esta vez, cálida y firme:
—Valora el tiempo. Aprende a amar y a sacrificarte por tus amigos, porque ellos serán tus hermanos en el futuro. Nunca olvides tu humanidad. Y no dejes que el miedo te detenga.
Los latidos de Nadia retumbaron como tambores, marcando una cuenta regresiva. Sus memorias eran fragmentos danzando tras cada parpadeo: rostros que no lograba identificar, voces que jamás había escuchado. Cada vez que intentaba aferrarse a uno, se disolvía en silencio.
La mano que la guiaba tiró de ella con más fuerza. Ella se dejó arrastrar. No era sumisión… era aceptación. Con una mezcla de tristeza, comprendía que ese camino ya era parte de ella.
Cuando giré la mirada, la estancia de cristal ya no estaba. Solo quedaba un pasillo vacío… pero aquellas voces en mi cabeza se negaban a desaparecer.
Con cada paso, avanzábamos hacia una compuerta de hierro que parecía crecer con nuestros miedos. Sin decir palabra, los captores —cubiertos por capuchas negras— teclearon un código que desencadeno un chirrido metálico.
Al abrirse las compuertas, nos recibió un laboratorio dominado por tecnología. El suelo brillaba bajo el resplandor intermitente de monitores y pantallas médicas. Hombres y mujeres se movían absortos entre vitrinas llenas de dispositivos que escapaban a mi imaginación. El zumbido constante de ventiladores y el parpadeo de radiografías revelaban patrones neuronales y símbolos que no entendía.
La temperatura descendió apenas cruzamos el umbral El aire olía a metal y desinfectante. Con el miedo apoderándose de mí, me aferré a lo único humano en ese lugar: la mano cálida de Ethan. Sentir su pulso me devolvió el aliento.
Entonces, como si obedecieran una orden muda, todos en el laboratorio levantaron la vista. El líder apareció sin anunciarse. No hizo falta que hablara. Un gesto bastó para imponer silencio.
Se detuvo frente a Ethan. Lo observó con una intensidad tan penetrante que me heló la sangre. Luego, con una seña, ordenó que continuáramos.
Descendimos por escaleras metálicas hasta una sala de operaciones iluminada por una luz blanca. Instrumentos quirúrgicos relucían como cuchillas. Las jeringas brillaban como lanzas. Máquinas de propósito desconocido esperaban, como si supieran lo que vendría. El aire era denso, frío, casi sólido.
Al detenerme. El corazón me golpeaba las costillas como si buscara huir. Quise retroceder, pero algo —quizá la mano que aún sostenía— me mantenía de pie.
Entonces Ethan alzó la mirada. Su voz era apenas un susurro, pero me atravesó como una herida limpia:
—Entiendo… que mis palabras no bastarán para calmarte… pero si logro abrir los ojos después de este tormento… iré a buscarte.
No respondí. Mis lágrimas lo hicieron por mí. El líder apartó la mirada y se alejó en silencio.
Con los dedos temblorosos, rocé las paredes frías. Inhalé. Y di el primer paso.
Nuestros caminos empezaban a separarse, pero nuestras miradas seguían atadas. Las cápsulas de cristal se cerraron a nuestro alrededor, reflejando nuestras debilidades como espejos rotos. La maquinaria vibraba como un corazón de acero. El silencio era absoluto.
Entonces, alguien presionó un botón.
Un gas incoloro se deslizó como escarcha viva, que serpenteó por mis pulmones. Caí de rodillas, mientras todo comenzó a disolverse, como una acuarela bajo la lluvia.
Y justo antes de perder el conocimiento, escuché el cristal abrirse.
Supe —sin entender cómo— que me estaban arrancando de todo lo que era… para llevarme a otra parte.
Alrededor de la mesa de operaciones, un círculo de figuras enmascaradas se reunió en un silencio casi ritual. Uno a uno, comenzaron a cortar la ropa de sus pacientes con una precisión que rozaba lo reverencial. La tela cedía con facilidad, como si respondiera a una voluntad superior, dejando al descubierto la piel: vulnerable, y expuesta. Despojarlos de su identidad era el primer paso.
Uno de los asistentes, al notar el relicario que colgaba del cuello del joven, lo alzó con cierta inquietud. El metal estaba tibio, como si conservara una voluntad propia. Lo hizo girar entre sus dedos, como si fuera una baratija cualquiera.
—¿Creen que valga algo? —murmuró, más por nerviosismo que por codicia.
Jasón sin apartar la vista de la consola que manipulaba; habló con voz fría y firme:
—Ese colgante no te pertenece. Puede que seamos despiadados, pero incluso nosotros tenemos límites.
Las palabras cayeron como un golpe seco. Una línea invisible se trazó alrededor del objeto, y nadie se atrevió a cruzarla.
Jasón se apartó entonces de la consola para introducir un código en la terminal de seguridad. Sus dedos tecleaban con la memoria de los años, pero su mente viajaba lejos, desbordada por recuerdos que aún ardían. Cuando la secuencia finalizó, una voz emergió. No era un eco, sino una presencia. Una grieta abierta en su conciencia.
—¿Por qué has llegado a estos extremos... viejo amigo?
La voz no vino de los altavoces, ni de su mente. Vino de un lugar entre ambos. Como si un recuerdo se hubiera negado a morir. Por un instante, su rostro se endureció con una mezcla de pesar y convicción. No hubo respuesta por su parte, solo un silencio que olía a traición.
Con un siseo suave, la caja fuerte inferior se deslizó. Un aliento helado escapó como si llevase siglos contenido. De su interior, surgieron dos frascos de vidrio que brillaban como joyas prohibidas; su fulgor era inestable, como si ocultaran un poder ajeno al mundo conocido. Jasón tomó uno con la delicadeza de quien sostiene un corazón ajeno, y lo observó en silencio.
—Este… es el fruto de todo lo que sacrificamos —susurró, no para sus colegas, sino para los muertos—. Sangre, tiempo... y nombres que ya no recuerdo.
Cada palabra era una confesión sin testigos, pronunciada a la sombra de lo irreversible.
—Avanzar hacia el futuro exige este precio. Incluso si cada era de paz es solo el prólogo de una guerra más atroz.
Sin decir más, sus dedos regresaron a la consola y tecleó la secuencia final. El sistema respondió al instante: las válvulas fueron abiertas, las luces se activaron, y el mecanismo fue puesto en marcha
En la sala, el clímax comenzó.
Los cirujanos, con guantes manchados y ojos dilatados por la tensión, realizaron las incisiones finales. Insertaron tubos en venas jóvenes, mientras el líquido sagrado —o maldito— fluyó con lentitud, infiltrándose como una promesa venenosa, como una semilla del abismo.
—Si la reina de Roster o el rey de Saint Morning hubieran colaborado... —musitó Jasón tras el vidrio polarizado—, nada de esto habría sido necesario.
Pero ya no había retorno.
Las luces del quirófano proyectaban sombras alargadas sobre el suelo. El vapor exhalado por las válvulas se enroscaba en el aire como una criatura viva. Nadie preguntó qué ocurriría si todo fallaba.
Pasaron horas de silencio. De precisión quirúrgica, y de sudor contenido. Hasta que, finalmente, las máquinas cesaron su zumbido. Las alarmas se apagaron. Y el equipo, agotado, exhaló como si el mundo hubiera contenido la respiración junto a ellos.
Jasón, empapado de sudor, apoyó una mano temblorosa sobre la consola.
—Hemos asegurado el futuro… —murmuró. Pero ni él parecía creerlo del todo.
Las felicitaciones comenzaron, escasas, tímidas, como el murmullo tras una tormenta.
Pero en el rincón más oscuro de la sala, algo persistía.
Con el paso del tiempo, el sueño que lo envolvía comenzó a disiparse como una bruma herida por la luz. La mirada de Ethan, extraviada como la de un viajero que despierta en tierra ajena, recorrió la habitación con desconcierto. Todo le resultaba ajeno: los colores, los sonidos, incluso el peso de su propio cuerpo. Un mareo lo rodeó, y de pronto, un dolor agudo le atravesó el pecho, obligándolo a jadear. Como si cada célula de su ser gritara por algo que aún no comprendía.
Con un esfuerzo casi antinatural, sus dedos se movieron. Y entonces, una palabra brotó de sus labios como una plegaria:
—Nadia…
Fue apenas un susurro. Pero bastó para que Isaac y Sofía se acercaron al instante. Al ver a su amigo, sus rostros se tensaron y sus ojos se bañaron por un alivio contenido.
—Tranquilo, Ethan… —murmuró Sofía, envolviendo su mano con la suya—. Ella está aquí. Está con nosotros.
—Tiene razón —añadió Isaac, forzando una sonrisa que no ocultaba el agotamiento—. Descansa. Has vuelto, y eso es lo que importa ahora.
Las palabras lo rodearon como una manta tibia en medio del invierno. Su corazón, aún agitado, halló un ritmo más sereno. El mundo, antes distante y deshilachado, comenzó a tejerse nuevamente a su alrededor.
Ethan cerró los ojos una vez más. Pero esta vez, no para huir.
Lo hizo para abrazar lo que aún quedaba de sí.
Y en ese instante final de lucidez, había cruzado un umbral que le traía recuerdos.
Porque aunque su cuerpo aún respiraba…
…una grieta se había abierto en su alma.
Y desde allí, algo nuevo —algo antiguo— ya comenzaba a despertar.