Reginald cargaba a Isolde mientras corría junto a Lucius y los otros dos chicos, alejándose del campo de batalla. Era el único que comprendía el verdadero peligro: ya había enfrentado al dragón antes.
Isolde, acurrucada en sus brazos, estaba perdida. Sumida en pensamientos turbulentos, no podía comprender lo que acababa de hacer. Estaba aterrada, en shock, temblorosa e inquieta.
—Yo… —susurró, apenas audible, frotando sus manos en círculos, estremecida. La imagen de aquella cabeza explotando giraba en su mente como un espectro obsesivo, aferrándose a su conciencia con garras invisibles, deseoso de atormentarla hasta que alguien la liberara.
Lucius la observaba, preocupado, arrastrado por los ecos de su vida pasada. Nunca había visto a alguien reaccionar así tras matar. Él, cuando aún era Hyung-Seok, sintió algo completamente distinto: su primer asesinato lo había dejado satisfecho... incluso excitado. Aunque, claro, también hubo miedo. Nerviosismo.
Ver a Isolde así, destrozada, le obligaba a pensar demasiado. Demasiado. Sobre sí mismo. Sobre lo que había sido. Sobre cómo debía haber reaccionado aquel día. Ese primer asesinato que lo marcó para siempre.
Y ahora, verla en ese estado… lo hacía reflexionar. Si un solo asesinato podía quebrarla así, entonces tenía que actuar. No quería que su hermana volviera a matar. Pero tampoco quería hacerlo él.
No quería regresar a esos hábitos que habían definido su antigua vida.
Se encontraba en un peldaño invisible. Si retrocedía, dejaría que Isolde cargara sola con aquel trauma. Pero si saltaba… si intervenía, tendría que volver a ensuciarse las manos. Matar. Otra vez. Y en su mente, la única forma de impedir que Isolde matara... era hacerlo él.
Entonces, los encapuchados aparecieron.
Gareth se lanzó al ataque y derribó a uno con un puñetazo. Leonard disparó una flecha que impactó en el hombro de otro. Pero Lucius... Lucius no se movió.
Reginald, cargando a Isolde, se mantenía firme, defendiéndolos a patadas de los atacantes, que sonreían con una violencia casi lúdica.
Uno de los encapuchados apareció justo detrás de Lucius, espada en alto, listo para clavársela en la espalda.
Lucius ni siquiera parpadeó. Seguía inmóvil, con los ojos fijos en el suelo, atrapado en su propio abismo.
—¡Lucius! —gritó Reginald, esquivando golpes, tratando de alcanzarlo.
—¡Muévete, Lucius! —rugió Gareth, corriendo hacia él con el rifle desenfundado.
Leonard giró, preparado para disparar una flecha más. Pero el mundo... se volvió lento.
La mano de Lucius comenzó a acercarse a su pistola, muy despacio.
¿Qué pasaba dentro de él?
Lucius estaba muerto por fuera.
Porque Hyung-Seok lo había llamado a las profundidades de su conciencia.
Para Lucius, todo era oscuridad opresiva. Un mundo donde el suelo estaba cubierto de agua estancada, y las únicas figuras visibles eran él mismo —su yo actual— y Hyung-Seok, su yo del pasado.
Hyung-Seok permanecía serio, erguido, irradiando una presencia dominante que obligaba a Lucius a permanecer sentado, impotente.
—Sabes lo que tienes que hacer, ¿no? —preguntó, con esa indiferencia tan suya.
—¿Qué quieres decir? —murmuró Lucius, encogido de rodillas, la mirada clavada en la nada. A lo lejos, una luz solitaria brillaba. Para él, representaba a Isolde… en ese preciso instante.
—No puedes permitir que esa niña mate otra vez. No es como tú. No está acostumbrada. Ya la viste: está delirando, perdida. Y, por cierto, —añadió, casi como una nota al pie—, hay un tipo a punto de atravesarte la espalda. No vas a sobrevivir. ¿No deberías hacer algo?
—No… no puedo volver a ser como tú.
—Nunca dije que debías volver a ser el mismo. Pero todo depende de ti. Aún tienes tiempo. Puedes esquivar al encapuchado. Matarlo. Y matar a todos los que vengan. Solo tienes que recordar cómo lo hacías… cuando trabajábamos para Jace.
—Hacer eso no salvará a Isolde. No tengo ninguna razón para escucharte.
Ambos permanecieron inalterables. Sin alzar la voz. Sin cambiar el rostro.
Incluso entre dos vidas distintas, Lucius no podía cambiar su esencia.
—¿Seguro? —preguntó Hyung-Seok, señalando hacia arriba. Lucius alzó la cabeza. La imagen de Isolde, allá afuera, apuntando con su escopeta, se materializó sobre él —. Está a punto de disparar. De volarle la cabeza a ese hombre para salvarte. ¿Crees que podrá soportar otra muerte más?
Lucius apretó los dientes. Se rasgó el cabello con fuerza. No quería. No podía permitir que Isolde cargara con eso. No quería verla convertirse en lo que él fue.
Estaba perdido. Totalmente atrapado. Ansioso. Roto.
No quería matar de nuevo. No quería volver a ser el asesino en serie que una vez fue. Se había prometido redención. Prometió que sería alguien nuevo en ese mundo.
Pero… a veces, el verdadero sacrificio no es morir por alguien. Es vivir con algo que te rompe por dentro... solo para que esa persona no tenga que hacerlo. Porque hay culpas que pesan más que cualquier herida. Y hay heridas que uno prefiere llevar antes que verlas en quien ama.
Lucius sabía lo que era matar. Sabía lo que significaba vivir con ese recuerdo. Y por eso, justo por eso, no quería que Isolde lo conociera.
Hay cosas de las que uno no regresa. Y aunque él ya no quería ser esa persona…
Estaba dispuesto a volver a mancharse. Si eso la salvaba.
No por fortaleza. No por valentía. Sino porque comprendía que amar… de verdad… a veces duele. Duele en silencio. Sin medallas. Sin testigos. Porque proteger a alguien, a veces, significa sangrar tú… para que el otro no tenga que hacerlo.
Y tal vez nadie lo entienda. Tal vez nadie lo vea. Pero ese tipo de sacrificios... también son amor.
Lucius apretó los puños. Estaba decidido.
No iba a permitir que Isolde cargara con otro asesinato. Si alguien tenía que hacerlo, ese alguien sería él, incluso si eso significaba convertirse en el monstruo que una vez fue.
No podía permitir que la luz de su vida se apagara. No podía dejar que Isolde —su mundo— se derrumbara bajo el peso de la culpa.
Hyung-Seok sonrió.
—Nos vemos.
El cuerpo de Lucius fue arrastrado de nuevo a la superficie de su conciencia. Despertó justo donde todo se había tornado oscuro. Frente a él, Isolde, con la escopeta levantada, a punto de apretar el gatillo.
Lucius reaccionó al instante.
Sacó su pistola, se lanzó a un lado esquivando la espada que venía hacia su espalda y disparó. La bala atravesó la cabeza del encapuchado.
El cuerpo cayó sin vida. Lucius se quedó de pie, jadeando. Isolde lo observó, paralizada, bajando lentamente su escopeta.
Otro encapuchado se abalanzó sobre él.
Lucius volvió a disparar. Otro cuerpo al suelo.
Reginald, Gareth y Leonard se quedaron quietos, sin palabras.
Un tercero apareció por detrás, pero Lucius giró sin dudar. Le asestó un golpe seco en la mandíbula con una precisión brutal, y luego disparó. La cabeza estalló.
—Lucy… —susurró Isolde, horrorizada.
Más encapuchados se lanzaron contra él.
Lucius no se detuvo. Su pistola, aunque desprovista de maná, seguía siendo letal. Cada disparo era preciso. Mortal. Sin vacilación.
Recordaba todo. Cada muerte por encargo de Jace. Cada pelea antes de mentirse a sí mismo, diciéndose que no sabía luchar. Cada vez que sedujo a mujeres de los bandos enemigos para debilitarlos y distraerlos.
Él… recordaba.
Tomó un pedazo de madera del suelo, golpeó a uno de los encapuchados, y lo remató con un disparo. Recargó su arma con precisión milimétrica, sin perder tiempo. No falló ni una bala, para sorpresa de los chicos.
Un encapuchado apareció detrás de Reginald.
Lucius disparó antes de que pudiera siquiera alzar el arma. El cuerpo se desplomó. Reginald giró, observando el cadáver.
—¿Qué estás…? —murmuró, sin entender. Lucius se colocó a su lado.
—Vámonos. Seguirán viniendo —dijo con voz baja, como un susurro… como un llanto ahogado bajo una máscara de seriedad.
Y corrieron.
Lucius iba al frente, abriendo camino, disparando con precisión quirúrgica. Reginald lo seguía, apartando enemigos a patadas. Gareth los derribaba con rocas formadas de maná. Leonard inmovilizaba a otros con flechas en las piernas.
Mientras tanto, Elías estaba de pie, frente al dragón.
Empuñó su espada con ambas manos. Iba a clavarla con toda su fuerza, esperando que el filo resistiera las escamas. La cubrió con maná, intensificándola.
—Hasta nunca, pedazo de mierda —murmuró, preparándose.
Alzó su brazo, a punto de hundir la hoja.
Un zumbido eléctrico salió de la boca del dragón. Este extendió sus alas con violencia.
Elías se apresuró, bajando la espada con un rugido. Pero en cuanto tocó las escamas, la hoja se quebró.
El dragón se levantó y rugió. Un rugido que sacudió el aire y el suelo, enviando ondas sonoras que empujaron a Elías hacia atrás.
Erika apareció, lanzando un puñetazo al estómago del dragón. No se inmutó.
En cambio, usó su cola. La golpeó con tal fuerza que Erika salió volando, escupiendo sangre que salpicó un tejado cercano. Aterrizó y se levantó de inmediato, sanándose al instante. Pero al alzar la vista...
El dragón apuntaba al cielo.
Su boca abierta se llenaba de rayos. Las nubes encima serpenteaban con relámpagos, concentrándose en un único punto.
Frederic llegó, situándose al lado de Elías.
—¿Qué está haciendo? —preguntó, con la voz temblorosa.
—No tengo idea —respondió Elías, igual de nervioso—. ¿Y la señora Floiyo?
—Viene con Leo. Estaban lejos. Tardarán.
El instinto de Elías se encendió.
—¡Hay que irnos! —gritó, girando sobre sus talones y corriendo a toda velocidad.
—¿Qué? ¡Mierda, no me dejes aquí! —Frederic lo siguió sin dudar.
Los rayos descendieron hacia la boca del dragón, generando ondas que desgarraban el terreno. El dragón ascendió, sus alas batiendo con fuerza.
Y entonces... desapareció entre las nubes.
Desde su posición, Erika podía verlo con claridad. Silueteado por los relámpagos, el dragón parecía intacto. Los rayos golpeaban su cuerpo sin causarle daño alguno.
Todo se oscureció otra vez. El dragón no estaba a la vista.
Hasta que una figura descendió. Rápida. Un cometa de luz bajando en espiral.
El dragón.
Impactó contra Elías, atrapándolo con el hocico. Frederic fue arrojado hacia atrás por la ráfaga del impacto, sin tiempo de reaccionar.
—Hijo de perra… —masculló Elías, aferrándose con fuerza a las escamas de la bestia.
Erika vio al dragón aproximarse. Saltó, esquivándolo con reflejos entrenados. Pero el dragón, ágil, giró su ala, vertical, y la atrapó también.
Erika se aferró con fuerza. Sabía que, si caía, los daños serían letales.
El dragón comenzó a ascender con ambos, desapareciendo nuevamente en el cielo. Frederic dejó de verlo.
Corrió. Subió a una estructura endeble, buscando altura.
En ese momento, Leo y Floiyo llegaron.
—¿Esa cosa se volvió más fuerte? —preguntó Floiyo, jadeando.
—Evidentemente —respondió Frederic, entrecerrando los ojos para enfocar.
—Esto nos supera en fuerza… —dijo Leo, sin apartar la vista del cielo.
Arriba, Elías y Erika se aferraban como podían. Rayos envolvían al dragón, cargándolo de energía. Ambos solo podían cubrirse con maná. Los golpes eran brutales.
Entonces, Erika se soltó. Cayó… y se impulsó de nuevo con magia de viento, alcanzando el lomo del dragón.
Cerró el puño.
Activó su control sanguíneo. Luego maná. Luego gravedad.
Toda su fuerza, toda su rabia, todo su poder.
El puño descendió.
El impacto fue tan violento que el dragón comenzó a caer. En picada.
Finalmente, lo vieron desde abajo. Frederic, Floiyo y Leo lo distinguieron: una mancha descendiendo del cielo a toda velocidad.
Elías saltó desde la boca del dragón, cayendo en picada. Usando magia de viento, se impulsó a gran velocidad, acercándose al monstruo mientras preparaba el puño, apretándolo con fuerza. Y con pura fuerza bruta, le asestó un golpe directo en el rostro, desviando su trayectoria con violencia.
Usó magia de viento de nuevo, alcanzando al dragón que aún giraba por el impacto mientras descendía. Erika, cayendo desde lo alto, levantó escombros con su magia, formando plataformas improvisadas para asistir a Elías.
Elías aterrizó sobre una de ellas, se agachó y concentró toda su fuerza en las piernas. El fragmento bajo sus pies crujió, comenzando a fracturarse. Entonces se impulsó, disparándose hacia el cielo con tal fuerza que rompió la barrera del sonido. Preparó su puño, apretó los dientes y gruñó… sabía que su brazo no resistiría mucho más. El golpe impactó con violencia en el dragón, arrojándolo aún más lejos.
Erika conjuró otra plataforma para asistirlo. Elías saltó hacia arriba, y al instante, otra plataforma apareció bajo sus pies. Esta vez la usó para descender a máxima velocidad. Con el puño cargado y su fuerza bruta al límite, golpeó al dragón en el estómago. El dolor punzante en su brazo le sacó una mueca de sufrimiento, pero el golpe fue suficiente para lanzarlo en picada.
Elías aceleró su caída con magia de viento, adelantándose al dragón en la carrera hacia el suelo. Giró la cabeza hacia su brazo: ya estaba amoratado, y lo sentía hueco por dentro. Los huesos estaban destrozados. Pero Erika podría repararlos. Sonrió.
Alzó la vista. Sus ojos se abrieron de par en par.
El dragón había abierto la boca, concentrando una ráfaga de rayos directamente hacia él. Pero, a lo lejos, Floiyo lanzó una bola de fuego, potenciada por Frederic y Leo. La esfera ígnea cruzó el cielo y colisionó con los rayos justo en la boca del dragón, provocando una explosión. Una nube de humo emergió de su garganta, y el dragón comenzó a caer, aturdido.
Elías se agachó, preparando su puño una vez más. Erika, por su parte, amortiguó su descenso con magia de viento. Corrió hacia Elías, que permanecía inmóvil, concentrado. El dragón ya estaba a punto de tocar tierra, así que Erika se retiró del punto de impacto.
Elías apretó los dientes, sus músculos se tensaron, su cabello se levantó con la energía, y un aura gris envolvió su cuerpo. Humo comenzó a emanar de su piel, como si su interior estuviera a punto de colapsar.
El cuerpo del dragón cayó justo frente a él. Elías lanzó el puñetazo. La colisión generó un destello en forma de estrella, acompañado por una ráfaga que distorsionó el tiempo.
Elías gruñía por el esfuerzo, empujando el cuerpo del dragón centímetro a centímetro. Sus huesos se rompían, su brazo ya hecho pedazos.
—¡Aaaahhh! —rugió, con un grito de pura voluntad, atravesando la barrera del sonido. El impacto lanzó al dragón hacia arriba, atravesando el cielo con una fuerza inimaginable.
En cuestión de segundos, alcanzó la troposfera. Luego la mesosfera. Y, finalmente, la exosfera, donde el frío del espacio comenzaba a invadir su cuerpo. Sin oxígeno, aún aturdido, el dragón no logró volar. Murió en silencio, flotando más allá de las nubes.
Elías cayó al suelo, exhausto, con el brazo completamente destrozado. Jadeaba. Con su otro brazo trató de aliviar el dolor que le abrasaba el cuerpo.
Erika y los demás se acercaron corriendo.
—¡Cariño! —gritó Erika, corriendo y arrastrándose por el suelo hasta llegar a él. Colocó las manos sobre su brazo roto, comenzando a curarlo—. ¿Duele mucho?
—No, en realidad. No lo siento —respondió Elías con una sonrisa apagada. Poco a poco, los huesos rotos comenzaron a unirse, hasta que estuvo completamente curado.
—Trata de moverlo.
Elías obedeció y levantó el brazo con cuidado. Cerró y abrió el puño dos veces, confirmando que estaba bien.
—Gracias, querida.
Erika sonrió y lo besó. Luego lo ayudó a incorporarse, pero Elías tambaleó, agotado.
—¿Cómo demonios mandaste esa cosa tan arriba? —preguntó Frederic, mirando el cielo, donde las nubes seguían abiertas por la estela del impacto.
—Fuerza bruta —respondió Elías, curvando los labios en una sonrisa presumida.
—Estoy seguro de que yo hubiera podido hacer lo mismo —añadió Frederic, inflando el pecho con orgullo—. ¡Ouch! —protestó, tras recibir un coscorrón de Floiyo.
—Sí, sí. Cuando lo demuestres, te creeremos —dijo ella, suspirando—. Aun así… buen trabajo, Elías, Erika.
Floiyo colocó sus manos en las mejillas de ambos, sonriendo con el orgullo de quien ha visto a sus niños crecer.
—Gracias, madre —respondió Elías, aceptando su cariño con calidez.
Tremenda revelación, ¿no es así, Lector?
—¡Oye! Sabes que no puedes decir que soy tu madre…
—Lo siento, señora Floiyo —respondió Elías con una sonrisa traviesa.
Leo se acercó y apoyó una mano en el hombro de Elías. Su voz, tenue pero cargada de gratitud, parecía contener mil emociones a la vez.
—Debo agradecerte, compañero. Gracias a ti… ese dragón por fin se fue.
—Todo fue gracias a que me ayudaron. Aun así, nos espera mucho trabajo de limpieza.
Todos miraron los escombros. Casi todo el reino había sido reducido a ruinas, pero era reconstruible. Tendrían que pedir ayuda a Aeloria, eso era seguro.
—Pudo haber sido peor —dijo Frederic, encogiéndose de hombros.
Elías soltó un suspiro.
—Igual, no podemos relajarnos aún. Tenemos que encontrar a Reginald y a los niños. Luego podremos encargarnos de todo este desastre.
—Bien.
—¿Crees que los niños estén bien? —preguntó Erika en voz baja, preocupada.
—Te preocupas demasiado, cariño. Tienen tu sangre. Será difícil que alguien les haga daño.
Erika sonrió, aunque el alivio fue tenue.
—Frederic —llamó Floiyo, tomándolo del hombro.
—¿Sí, anciana? —respondió él, volviendo la cabeza.
—Espero que, cuando comiencen las clases en la academia, te hagas cargo del entrenamiento. Ya cuidé de ellos dos meses.
—Sí, sí. Me encargaré de ello. Qué molestia… y yo tan a gusto en mis siestas como director…
—Deberías dejar de holgazanear tanto —se quejó Erika.
—¡Oye! No es mi culpa. Soy alguien muy ocupado.
—Bien, vamos —interrumpió Elías, comenzando a correr. Cerró los ojos, tratando de ubicar el maná de Reginald y sus gemelos.