En otro lugar, tres personas destacaban: dos mujeres de cabello blanco y un hombre de cabello negro con gafas se empeñaban en matar monstruos. Cada corte de sus espadas devolvía a las criaturas a su estado original: nieve. Pero las oleadas parecían interminables.
—¡¿Qué diablos?! ¿Por qué hay tantas de estas mierdas? —reprochó la más joven del grupo, cansada de golpear sin parar. Su apariencia era similar a la de Harold.
—No lo sé, Rita. Pero tenemos que acabar rápido o todos en la aldea morirán —respondió la otra mujer mientras seguía atacando. Ella parecía ser la madre de Rita.
—¡Oye, Raúl! ¡Informe! —gritó la mujer a un hombre con gafas que se encontraba más adelante que ellas.
—Reina, no tienes que gritar. Te escucho de todas formas —respondió Raúl con voz indiferente. Levantó su katana—. La mayoría está herida o muerta. Tenemos que acabar esto rápido o no quedará nadie.
La katana de Raúl era distinta. Al alzarla, una columna de fuego emergió del filo. Con un solo movimiento, cientos de monstruos cayeron.
—¡¿Y esa katana?! ¡Esto es injusto! ¡Yo también debería tener una así! —gritó Rita, fascinada por el fuego.
—Él es más fuerte que nosotras. Esa katana es solo para el más fuerte —respondió Reina con calma.
—¡Mamá, tú...! —Antes de que Rita pudiera continuar, un retumbar interrumpió la conversación. Todos giraron al mismo tiempo.
—¿Qué diablos es eso? —exclamó Reina mientras tres trolls de casi ocho metros de altura se acercaban. Cada paso hacía temblar el suelo y levantaba la nieve a su alrededor.
—Parece que llegaron los jefes de esta mierda —dijo Raúl con calma—. Supongo que uno para cada uno de nosotros… No mueran —alzando su espada, se impulsó hacia adelante.
—¡Ja! No somos tan débiles como para caer aquí. ¡Vamos, mamá! —exclamó Rita con arrogancia antes de lanzarse también.
Reina solo suspiró y siguió a su hija.
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Jadeo Jadeo
La respiración agitada de Marcos resonaba. Su cuerpo, herido en varios lugares, sangraba. Su brazo colgaba mientras sostenía débilmente la espada. Solo la pura determinación lo mantenía en pie.
Frente a él, una bestia imponente: un golem de tres metros lo observaba con indiferencia. Su cuerpo apenas tenía rasguños.
—Correría, pero no serviría de nada… Y no puedo dejar a este tipo solo —miró a Harold, que seguía parado, con los ojos grises y vacíos. Marcos sostuvo la espada con ambas manos, agotado, pero dispuesto a pelear—. Maldito idiota...
Se lanzó al ataque, pero el golem alzó su brazo y lo arrojó con un golpe brutal. Marcos escupió sangre al caer y rodar por la nieve. La espada salió volando de su mano.
Demasiado herido como para levantarse, aceptó su destino.
—Bueno… parece que este es el final, jaja —rió con ironía—. Pensaba que esta vida sería mejor…
En lo que murmuraba, el golem se acercó y con un puñetazo en la cabeza puso fin a su vida.
Harold seguía ahí. Inmóvil. Su mente aún ausente. El golem se aproximó a él, pero un temblor repentino desvió su atención. Como si algo lo llamara, se alejó corriendo hacia la fuente del temblor.
Solo entonces, el cuerpo de Harold detectó la ausencia de peligro, y su conciencia volvió.
—¿Eh? ¿Qué pasó? Vimos a esas personas muertas y repentinamente Marcos... Espera... ¿Dónde está Marcos?
Con preocupación, comenzó a buscar. A pesar de las náuseas por los cuerpos mutilados, no se detuvo. Finalmente, lo encontró.
—Marcos… —susurró mientras se arrodillaba. Sus ojos se nublaron—. Despierta… ¡Marcos! ¡No puedes morir todavía! ¡No me has visto convertido en el mejor espadachín!
La desesperación lo carcomía. Movía el cuerpo de su amigo en busca de una respuesta, pero no recibió ninguna.
—Harold… ¿Qué diablos haces aquí? —una voz ronca sonó a su espalda. Joshua, malherido, lo miraba con furia—. ¿Dónde está Marcos? No creo que te haya dejado salir solo…
Cuando se acercó y vio a Harold cabizbajo, con el cuerpo de Marcos frente a él, su rostro se transformó.
¡PUM!
Un puñetazo lanzó a Harold al suelo.
—¡¿Qué hiciste, hijo de puta?! —la rabia dominaba a Joshua.
Otro golpe.
—¡¿Por qué mi hijo está muerto?! —lo agarró del cuello y siguió golpeando—. ¡Les dije que se quedaran en casa!
Cada palabra venía acompañada de otro golpe. La sangre cubría sus puños y la cara de Harold.
—¡Es tu culpa! ¡Mi hijo está muerto por tu culpa!
Las lágrimas rodaban por el rostro de Joshua, pero Harold no reaccionaba. Su cuerpo permanecía inerte, sus ojos vacíos.
Joshua se detuvo y escupió el cuerpo de Harold, dejo de golpear y se levanto, sabía que seguir golpeando a alguien qué no reaccionaba era estúpido. Más importante cargó el cuerpo de Marcos y se alejó en silencio.
Harold quedó tendido en la nieve. Su sangre manchaba el blanco a su alrededor.
—Es mi culpa… —susurró con voz rota.
¡AHHHHHHH!
Un grito femenino rompió el silencio. Sonaba como la voz de Rita.
—Hermana… —susurró—. ¡HERMANA!
De repente, su cuerpo se levantó. Era el instinto, no Harold.
Corrió. Corrió sin pensar, impulsado solo por su preocupación.
Cuando llegó al lugar del grito… ya era tarde.
El cuerpo de su madre y de su hermana estaban en el suelo. Muertas. Sus ojos sin vida lo confirmaban.
Harold se arrodilló. Ya no había razón para seguir. Y lo peor… fue su culpa.
Frente a él, el cuerpo de Reina y Rita decoraban la nieve con su sangre. Más adelante, Raúl apenas se sostenía en pie, usando su espada como apoyo. Aún estaba consciente, pero no le quedaba mucho tiempo.
Al ver a Harold, se acercó.
—Oye, niño… Supongo que eres Harold, ¿cierto?
Harold no respondió.
—Jaja… parece que esta maldita nieve nos ganó. Ni siquiera llegamos a ver a nuestro verdadero enemigo —rió Raúl, mirando hacia una dirección cubierta por la niebla.
Al ver que Harold no decía nada, suspiró.
—Toma, niño. Trata de sobrevivir… Quizás esto te ayude.
Le entregó la katana que había usado. Luego se dejó caer en la nieve.
—Jaja… parece que mis últimas palabras ni siquiera serán escuchadas… —rió una
vez más, y con un último suspiro murmuró unas palabras que, si Harold las hubiese escuchado, lo habrían sorprendido.