Por un sendero cubierto de nieve, donde de vez en cuando pasaban caravanas o carruajes, se escuchaban gritos de exclamación:
—¡¿Pero qué demonios es eso?!
—¡Vámonos de aquí!
El miedo era evidente en los rostros de los viajeros al ver aquella figura que avanzaba.
Arthur cabalgaba a toda velocidad sobre un caballo hecho de huesos. A su lado, posado en su hombro, un cuervo de aspecto siniestro proyectaba una presencia inquietante. Ambos emanaban un aura de muerte que provocaba escalofríos en todo aquel que los cruzaba. Lo más desconcertante era que iban absortos en la lectura.
El cuervo sostenía su libro con una garra demoníaca y putrefacta, mientras su cabeza mutaba ocasionalmente, revelando una calavera horrenda que se retorcía entre plumas oscuras.
Arthur lo miró de reojo, recordando algunas películas de terror de su antiguo mundo.
—Viejo Lich, tu habilidad es imperfecta. A veces puedo ver tu huesuda cara —comentó con una sonrisa burlona.
El cuervo giró su cabeza casi ciento ochenta grados y lo miró un segundo antes de volver a su lectura.
—Es porque estoy concentrado. —El hechizo se debilita si me distraes —respondió con naturalidad.
—Viejo Lich —insistió Arthur—, ¿tienes algún hechizo que puedas enseñarme?
—¿Y por qué debería? —No soy tu maestro —replicó, sin apartar la vista de su tomo.
Arthur susurró y murmuró con tono teatral:
—Bueno… si aprendo uno, podrá derramar sangre y hacer sufrir a más humanos. Incluso escribir poesía en medio del caos...
El Lich detuvo su lectura. Un chasquido resonó entre sus plumas.
—Buen punto —dijo, entusiasmado—. Bien, te enseñaré algunos. Tengo unos encantadores... de muerte lenta y sufrimiento. Ka, ka, ka, ka… —rió como un cuervo de mal agüero.
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Mientras caía la noche, se detuvieron a acampar. La brisa helada se colaba entre los árboles desnudos, silbando como un lamento entre las ramas. Arthur, algo inquieto, temía que algún aventurero nocturno lo confundiera con un no-muerto en mitad del camino.
El Lich retomó su forma real: una figura esquelética envuelta en harapos oscuros, que vagaba alrededor del campamento recitando versos antiguos con voz hueca, como si hablara con los muertos.
Mientras tanto, Arthur se inclinaba junto al fuego, ocupado en preparar la cena, sin dejar de lanzar miradas cautelosas a la figura de su peculiar acompañante.
Quizás no es tan malo viajar acompañado… aunque sea por un lich , pensó.
—El aventurero que caza dragones, que masacra humanos… ¿qué es la vida y qué es la muerte? —Yo, Mateus, el Lich, poetizo la escena —recitó el no-muerto, con voz grave y ceremoniosa.
—¿Te llamas Mateus? ¿Ese era tu nombre cuando estabas vivo?
El Lich lo miró en silencio y no respondió.
Arthur creyó que lo había enfadado con la pregunta. Tragó saliva, y un sudor frío le empapó la nuca, como si hubiera firmado su sentencia de muerte sin darse cuenta.
De forma arrepentida, el Lich abrió su cráneo como si fuera una caja. Estaba completamente vacío.
—Hace mucho perdí la memoria —dijo con tono teatral, antes de estallar en carcajadas.
Arthur frunció el ceño.
—¿No fuiste comediante en tu vida pasada?
—Mateus es un nombre que encontré en un libro. Me gustó, así que me lo quedé —explicó con indiferencia.
—Suena a nombre de poeta —comentó Arthur.
—Eso mismo pensé yo —respondió el Lich, satisfecho consigo mismo.
Arthur aprovechó la apertura y preguntó con una sonrisa:
— ¿Entonces me enseñarás esos hechizos?
—Recítame algo primero —exclamó el Lich, como si estuviera en medio de una obra de teatro.
Arthur lo pensó en un momento, luego alzó la mirada.
—¿Puedes invocar un esqueleto?
Alzó una mano y, con un gesto, un esqueleto emergió de la tierra. Arthur tomó su cráneo y, como actor en escena, comenzó a recitar versos trágicos al estilo de Hamlet. Al terminar, el Lich aplaudió, emocionado.
—¡Maravilloso! Bien, te enseñaré algunos.
—¿Qué sabes sobre hechizos?
—Muy poco —respondió.
Negando con la cabeza, el Lich dijo:
—Bien, te enseñaré desde lo básico. —Existen tres tipos —explicó—. La hechicería convencional, que usan los humanos y semihumanos. La natural, innata en bestias y razas mágicas. Y la arcana, como la mía, que surge de la energía de la muerte o de bendiciones divinas.
— ¿Y no puedes enseñarme los tuyos?
—No directamente. Requieren energía de muerte. Pero puedo enseñarte la estructura. Todos los hechizos necesitan un conjuro y un sello. Lo único que cambia es la fuente.
—Te puedo sugerir unos muy buenos —continuó con entusiasmo—, como Rompehuesos , Desgarra Corazones o Insectos Devoramédula . ¿Qué dices?
Arthur se estremeció al oír esos nombres. Con una sonrisa torcida y tratando de parecer siniestro, dijo:
—Quiero uno que me dé velocidad. Imagínate: yo, corriendo entre sombras, cortando lentamente a mis enemigos… una escena digna de un poema sangriento.
El Lich soltó una carcajada lúgubre.
—Excelente idea. Tengo uno perfecto: Paso Sombrío . —Te permite teletransportarte a cualquier sombra dentro de una radio de veinte metros —dijo con voz entusiasmada.
Arthur quedó boquiabierto.
¿Será una de esas habilidades trampa que parecen rotas al principio? , pensó, entre desconfiado y emocionado.
El Lich continuó, como si leyera sus dudas:
—Pero tiene sus limitaciones. Solo funciona si hay sombras cercanas. De noche pierde efectividad porque todo se vuelve oscuridad uniforme. Aunque… si lo combinas con un hechizo de luz, puedes crear tus propias sombras y compensarlo.
El Lich sacó un trozo de pergamino y un pincel hecho con hueso. Dibujó un sello complejo: una calavera sobre un libro, rodeada de caracteres arcanos que parecían moverse por sí solos.
—Pega esto en un objeto que siempre llevas contigo.
Arthur lo pegó en la planta de sus botas.
—Ahora canaliza una hebra de tu maná mientras mantienes contacto —indicó el Lich.
Arturo obedeció. El sello brilló brevemente y, al consumirse, el papel se deshizo como ceniza. El símbolo quedó grabado directamente en la bota, como una marca ardiente.
—¿No se borrará por el barro o la nieve? —preguntó, algo escéptico.
El Lich lo miró como si acabara de decir la mayor estupidez del mundo.
—Parece que no soy el único con el cráneo vacío… ¡Ja, ja, ja! —rio con un sonido áspero.
Arthur lo miró de reojo, un poco resentido por el comentario.
Cuando el Lich por fin dejó de reír, añadió con tono más serio:
—Está hecho con tinta mágica. Ni aunque lo rasparas con tu espada se borraría.
Arthur activó el sello.
Un dolor abrasador le recorrió la pierna como una descarga eléctrica. Se dobló sobre sí mismo, tambaleándose, mientras la visión se le nublaba.
—¡Paso Sombrío! —gritó con esfuerzo.
Desapareció en un parpadeo y reapareció en la sombra de un árbol cercano. Cayó de rodillas, jadeando y vomitó.
—Eso es normal —dijo el Lich, divertido. Te acostumbrarás.
La noche cayó por completo mientras Arthur se recuperaba y el Lich reía, satisfecho.
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Mientras tanto, en el gremio del pueblo Trum, la calma aparente contrastaba con el clima invernal. Un hombre de mediana edad, con barba rala y expresión severa, revisaba informes cuando alguien tocó la puerta.
—¿Quién es?
—Hola, maestro.
—Adelante.
Entró un joven de unos treinta años con rostro preocupado.
—Tenemos nuevos informes de desapariciones en la mina. Al parecer, hay un monstruo poderoso… y diferente a cualquier criatura habitual.
—¿Ya enviaron un grupo de élite?
—Sí, pero no ha regresado.
El maestro frunció el ceño. Se levantó lentamente y caminó hasta la ventana, donde el bosque nevado se extendía en penumbras.
—Contacta al grupo de Lasian. —Que se preparen —ordenó con voz grave.
—¿Crees que es tan grave?
—No lo sé. Pero algo se está despertando allá abajo.
El joven acintió y salió sin decir más. El maestro permaneció inmóvil, con los brazos cruzados y la mirada perdida en la oscuridad del bosque.
—¿Qué demonios está ocurriendo en esa mina…?
Fin del capítulo.