Cherreads

Chapter 4 - Lo que no se dice

Jota no podía dormir. La lluvia golpeaba con suavidad el techo de la cabaña, como si tratara de arrullarlo, pero su mente estaba lejos de la calma. Saida dormía profundamente, con el ceño relajado. Él, en cambio, solo podía mirar al techo, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, sintiendo que algo invisible lo presionaba contra el colchón.

Pensaba en su madre, Adelise, siempre tan atenta incluso cuando todo parecía venirse abajo. Pensaba en su padre, Edras, con esa mirada cansada pero firme. Pensaba en su abuela Rose, que le contaba historias mientras pelaba papas al atardecer. Y por supuesto, en su abuelo Edeh, ese hombre serio que a veces parecía estar a kilómetros de distancia, incluso cuando estaba en la misma habitación.

Había algo raro en su forma de mirar, como si siempre estuviera esperando que algo malo pasara. Y Jota empezaba a entender por qué. Desde aquella noche en el bosque, no podía sacarse la sensación de que había algo más allá de lo que los adultos decían. Algo que lo envolvía todo, como la neblina espesa que cubría la granja antes de una tormenta.

"¿Qué está ocultando el abuelo?", pensó, sin atreverse a decirlo en voz alta. Tal vez no era solo el miedo lo que le pesaba en el pecho. Tal vez era la certeza de que su familia —su mundo entero— ya no estaba tan a salvo como parecía.

Jota se incorporó con cuidado. Las mantas seguían tibias, y a su al frente, Saida dormía profundamente. No quiso despertarla. Había algo en ese silencio que le pesaba en el pecho, como si el mundo esperara contener la respiración un poco más.

Se levantó y bajó por las escaleras. La madera crujió con suavidad, pero sin romper el ambiente callado de la casa. No había puertas, solo marcos abiertos y cortinas que separaban los espacios. Desde el tramo medio de las escaleras, pudo escuchar voces suaves viniendo de la cocina.

Al asomarse, vio a su madre, Adelise, inclinada sobre el fogón, alimentando las brasas. Frente a ella, sentada en una banquita baja, su abuela Rose limpiaba unas raíces con manos pacientes.

"No va a hervir si sigues echándole leña húmeda" comentó Rose con una media sonrisa.

"Es la única que quedaba seca esta mañana" respondió Adelise, soplando el fuego. "Anoche llovió más de lo que pensaba."

"Debimos cubrir mejor el cobertizo. Edras lo iba a hacer, pero... ya ves."

"Siempre hay algo que se le cruza antes" dijo Adelise, casi divertida.

Rose asintió, sin juicio, como quien conoce bien los ritmos de alguien pero ya no intenta corregirlos.

"¿Cómo están los chicos?" preguntó.

"Cansados. Pero al menos durmieron tranquilos" dijo Adelise mientras se ponía de pie. "Eso ya es bastante."

Rose levantó la vista por un momento, observando cómo el vapor comenzaba a brotar de la olla.

"Te ayudaré con el desayuno. Solo déjame terminar con esto."

"Gracias, Rose."

La conversación era simple, cotidiana. Sin preocupaciones evidentes. Solo dos mujeres sosteniendo el día a día con lo que tenían.

Jota no bajó del todo. Se quedó unos segundos más observándolas desde el pasillo. La escena tenía una calidez silenciosa. Una que él no quería interrumpir todavía.

Bajó las escaleras con paso tranquilo.

"¿Dónde estarán papá y el abuelo?" pensó, mientras sus ojos recorrían el espacio buscando alguna señal de ellos.

Probablemente su padre ya habría salido al campo. Le gustaba empezar el día temprano, incluso los fines de semana. Edeh, por su parte, solía desaparecer por las mañanas, revisando trampas o asegurándose de que los caminos cercanos estuvieran despejados.

Nada fuera de lo común.

Jota se acercó un poco más, dejando que el sonido de las voces le diera una bienvenida silenciosa. Agradeció en su interior ese momento: la casa tranquila, su hermana aún arriba, su madre y su abuela compartiendo la cocina como si fuera lo más natural del mundo.

Y aunque no los veía, estaba seguro de que tanto Edras como Edeh regresarían pronto.

El aire matinal de Pondcross estaba saturado de humo de leña y tierra húmeda. Una neblina perezosa cubría las calles, y aunque el sol intentaba filtrarse entre las nubes, apenas lograba empalidecer el gris del amanecer. En la plaza central, el corazón del pueblo latía con su habitual ritmo de mercado: puestos de frutas, sacos de cebada, cubetas de pescado aún humeantes.

Entre el murmullo de trueques y saludos, un hombre de pasos firmes cruzaba la plaza. Era Edeh.

Para la mayoría de los pobladores, no era más que el dueño de una granja al norte del pueblo. Un hombre callado, trabajador, a veces áspero, siempre puntual con sus entregas. Nadie le hacía demasiadas preguntas, y él tampoco ofrecía muchas respuestas.

"¿Madrugando como siempre, granjero?" preguntó una mujer mayor desde su puesto de verduras, con una sonrisa.

"Las vacas no esperan," respondió Edeh sin detenerse, aunque con un leve gesto de saludo.

"¿Y eso que llevas, no será para intercambiar?"

"No hoy. Solo paso."

Edeh, manteniendo la voz firme y amable. Y caminó sin detenerse más.

No podía alarmar al pueblo. No todavía. No sin estar completamente seguro. Si lo que había encontrado esa madrugada en el bosque era lo que temía, el caos sería el menor de sus problemas.

Ramas desgarradas, huellas en zigzag profundas e inhumanas, y lo peor: sangre. Oscura, ya seca, pero reciente. Había seguido el rastro hasta que desapareció entre raíces carbonizadas. Y ninguna alerta. Ni un solo aviso del escudo de vigilancia que protegía las Zonas Rojas.

Sus ojos se alzaron hacia la estructura que dominaba la plaza. La torre de vigilancia del pueblo. Alta, austera, con placas de metal pulido. En lo más alto ondeaba una bandera con una estrella de ocho puntas, cruzada en su centro por una espiral negra: el símbolo de la Agencia. Para la mayoría, un emblema de esperanza. Para Edeh, una promesa que podía romperse si nadie actuaba.

Se acercó a la torre con calma. Nadie parecía prestarle demasiada atención.

Al llegar, apoyó la palma en el lector de seguridad. Por un segundo, bajo la manga, se vio un remolino negro tatuado en su muñeca, del que partían finas líneas verdes que brillaron brevemente. Un zumbido confirmó el acceso.

Puerta abierta.

El interior era frío y silencioso, iluminado por luces de emergencia. Subió las escaleras en espiral, atento, sin emitir sonido innecesario. Cada nivel que ascendía parecía más silencioso que el anterior. El murmullo del mercado abajo se había desvanecido por completo.

En el último nivel, la puerta del observatorio estaba entornada.

Edeh empujó con suavidad. La habitación olía a electricidad estática y a algo más… más antiguo.

Monitores encendidos, mapas sobre mesas, tazas vacías aún con marcas de labios. Todo parecía en orden, excepto por una cosa.

Frente al ventanal, de espaldas, en una silla giratoria, estaba sentado el héroe del pueblo.

Inmóvil.

Edeh no entró del todo. Solo dio un paso dentro.

"He venido porque algo pasó en el bosque," dijo con voz baja. "No hay alerta, lo sé. Pero encontré rastros. Sangre. Demasiada."

Silencio.

"Necesito que revises los datos del escudo. Algo se coló, y si tú no lo has detectado, tenemos un problema mayor."

Nada.

La figura seguía sin moverse. Como si escuchara. O como si ya no pudiera.

Edeh frunció el ceño.

Algo no se decía. Algo estaba profundamente mal.

Y él lo sabía.

Edeh dio un paso más. Su instinto lo empujaba hacia adelante, pero cada fibra de su cuerpo le gritaba que algo estaba mal.

El héroe seguía de espaldas, inmóvil. Su silueta recortada contra el ventanal parecía perfecta… demasiado perfecta.

"¿Me estás escuchando?" dijo Edeh, esta vez más fuerte, mientras sus pasos resonaban en el suelo metálico.

Ni un parpadeo. Ni un leve giro de cabeza.

El granjero frunció aún más el ceño. Sus ojos pasaron de la figura a los detalles: la silla no se balanceaba, el torso no se movía al respirar, y había un leve charco debajo… no de agua. Era espeso. Oscuro.

Sangre.

Edeh apretó los dientes y se acercó con decisión. Ya no buscaba una respuesta; ahora buscaba una confirmación.

Llegó hasta la silla y apoyó una mano en el respaldo. Lo giró lentamente.

El cuerpo se movió con él… inerte.

El héroe de Pondcross tenía los ojos abiertos, fijos en un punto más allá del tiempo. Su rostro estaba lívido, su boca entreabierta como si hubiese querido decir algo al final. Una delgada línea de sangre descendía desde su oído izquierdo hasta el cuello, y sus ropas, impecables desde el frente, estaban desgarradas por la espalda. Como si algo lo hubiera atravesado desde dentro.

No hubo grito. No hubo sobresalto. Solo un silencio más profundo que antes.

Edeh retrocedió un paso. Sus dedos temblaron ligeramente antes de cerrarse en puño. El mismo tatuaje negro brilló, con las líneas verdes palpitanado como un latido.

"Esto ya pasó antes…" murmuró.

Caminó hacia los monitores, revisando con rapidez los registros de seguridad. No había alertas. Ni rastros. Todo estaba en blanco desde hacía al menos doce horas.

Como si alguien —o algo— hubiera borrado toda evidencia.

El sistema no fallaba por accidente. El Escudo no se caía solo.

"Entonces, ¿esto fue deliberado?"

Susurró apenas la pregunta, como si pronunciarla pudiera materializar una amenaza invisible.

Volvió la vista al cadáver. El héroe, la esperanza del pueblo, había caído sin que nadie lo supiera.

"Maldita sea."

Cerró los ojos un segundo. Luego, con un movimiento firme, apagó los monitores.

Por ahora, nadie debía saberlo. El pueblo no estaba preparado.

Miró las manos inertes del héroe. Hacía solo unas semanas, lo había visto cruzar el mercado con paso seguro, cargando sobre el hombro un niño herido tras un ataque en las afueras. Era el tipo de figura que daba al pueblo una ilusión de invulnerabilidad. Un símbolo más que un hombre.

Y ahora, ese símbolo estaba muerto. Sin lucha. Sin ruido. Sin siquiera una señal de advertencia.

"¿Cómo pudo pasar...?", pensó Edeh, con la mandíbula tensa.

Sus ojos regresaron al charco de sangre y al desgarrón en la espalda del uniforme. No parecía una herida hecha por un arma convencional. Era más bien… como si algo lo hubiese penetrado desde adentro hacia afuera, como si hubiera estallado.

Y no era la primera vez que Edeh veía algo así.

El peso de los años se le vino encima como un sudario. Las imágenes del pasado —la guerra, los cuerpos, los experimentos— se colaron como ecos, como viejos huesos crujiendo en su memoria.

Entonces, un chasquido suave quebró el silencio.

Un leve zumbido se encendió en el comunicador de escritorio. Las luces rojas parpadearon.

Edeh giró de inmediato, el instinto tensando su cuerpo como una cuerda de acero.

El nombre en el identificador estaba distorsionado. Las letras parpadeaban, incompletas. Pero el canal estaba abierto.

Una voz emergió. Entre interferencias. Dañada. Dolorida.

"¿Alguien…? Perdimos contacto… algo… está mal… no confíen en…"

Estática.

Luego un último estallido de sonido. Breve. Como un susurro justo antes de que todo callara:

"…ya está dentro."

El comunicador se apagó solo. Sin que Edeh lo tocara.

Un sudor frío bajó por su cuello.

Ya no era solo un rastro en el bosque.

Esto era una cacería.

Y él no sabía si era el cazador…

…o la presa.

Edeh se quedó parado junto al comunicador apagado, respirando hondo mientras su mente procesaba todo lo que había visto y oído.

"Esto no puede haber sido un error técnico", pensó con claridad. "No hay indicios de que el escudo se haya caído por sí solo. No hay rastros ni alertas."

Sus ojos recorrieron el cuerpo inerte del héroe, el desgarrón en la espalda, la sangre seca en el suelo.

"No fue un ataque al azar... Esto fue planeado. Preciso. Silencioso."

Se acercó a los monitores y repasó mentalmente los accesos permitidos.

"¿Quién tiene acceso a estos sistemas? Solo unos pocos: el héroe, los técnicos de la torre como yo, quizás algunos agentes de la Agencia… pero ni siquiera ellos podrían borrar registros sin dejar huellas."

Su mirada se clavó en el ventanal, observando el pueblo que despertaba lentamente.

"Entonces... si ningún Devorador pudo entrar sin ser detectado, y sin embargo alguien fue atacado y el escudo desactivado... solo hay una explicación."

Hizo una pausa, respirando con tensión.

"Alguien dentro. Alguien infiltrado que sabe cómo manipular el sistema... Un humano que está ayudando a los Devoradores."

Sus dedos se apretaron en un puño.

"Esto cambia todo. Ya no es solo una amenaza externa. Es una traición interna."

Volvió su mirada al cuerpo del héroe.

"Por eso no hubo gritos, ni alarma, ni defensa. Lo eliminaron antes de que pudiera reaccionar."

Su voz se volvió apenas un susurro para sí mismo:

"Nos equivocamos al pensar que estos monstruos no tienen aliados humanos."

Y entonces, cuando el silencio parecía absoluto, el comunicador en el escritorio se encendió de repente. Una luz roja, la voz grave y clara resonó en la habitación:

"Edeh."

El granjero se tensó, sin apartar la mirada del aparato.

"Unidad auxiliar 28-2-991, identifíquese. Hemos detectado una anomalía en la Torre 9."

"¿Detectaron mi identidad? Seguramente fue el escáner… Bueno, será más fácil hablar con ellos si saben que soy un ex-guardián", pensó Edeh.

El comunicador se estabilizó. Edeh reconoció de inmediato que no era una señal de la Agencia de Héroes. No había el sello triple ni el protocolo de voz codificada. Era algo más estructural. Más burocrático.

"AZSC... la Autoridad Zonal de Seguridad Civil." murmuró. "Entonces ni siquiera ellos saben lo que ha pasado aquí."

Presionó el canal.

"Aquí Edeh. Confirmo identidad. Torre 9, Pondcross. Zona Roja. Encontré al héroe local muerto. Sistema sabotaje interno."

Un breve silencio.

"¿Puede confirmar que se trata del agente Héroe N°699?"

"Sí. Confirmado. Causa anómala. Sin signos de defensa. Sin rastros de energía espiritual. El escudo fue desactivado deliberadamente."

"¿Por fuerzas externas?"

"No. Desde dentro. El sistema fue alterado desde la consola principal. Hay archivos borrados. El único acceso posible es interno."

La voz al otro lado cambió ligeramente.

"¿Sospecha de un colaborador humano?"

"Lo afirmo. Esto fue obra de alguien que sabía exactamente cómo desarmar la torre y evitar una alarma general. Pero eso no es lo peor."

"¿Qué más hay?"

"Marcas. En el bosque. Sangre seca. Movimientos zigzagueantes. Algo se arrastró hasta aquí. Entró. Y mató al héroe. Sin ser detectado."

"¿Un Devorador?"

"Ya no es una posibilidad. Es un hecho."

Edeh se giró hacia el ventanal. Su voz sonó firme, definitiva.

"Los Devoradores ya están dentro de Pondcross. No se quedaron al borde. No fue una incursión aislada. Cruzaron el límite. Y tienen ayuda."

"Entendido, Edeh. Esta información será transmitida al Mando de Contención Central. Pero no tenemos disponibilidad inmediata para enviar unidades de respuesta. Las zonas sur están en colapso."

Edeh golpeó el borde del escritorio con el puño cerrado.

"Entonces lo repetiré: los Devoradores han entrado. La brecha ya no es un riesgo, es un hecho. Si no mandan refuerzos a Pondcross, la siguiente Zona Roja caerá en menos de una semana. Y después vendrá la Amarilla."

El canal quedó mudo unos segundos.

Finalmente, una nueva voz se sumó. Firme, autoritaria.

"Aquí Coronel Tyr Renholt, supervisor regional de la AZSC. Edeh, sus declaraciones quedan clasificadas bajo nivel Theta. A partir de este momento, usted tiene autoridad temporal sobre la Torre 9. Se le otorga el código de control Nébula-3."

"Entendido, Coronel."

"Nuestro equipo de contención más cercano llegará en 72 horas."

"Eso no es suficiente."

"Es lo que hay."

Edeh apretó los dientes. A pesar de todo, no alzó la voz.

"Entonces espero que al menos vengan armados para lo que no entienden."

"¿Y qué es lo que no entendemos, Edeh?"

"Que no están peleando contra los Devoradores únicamente. Están peleando contra un enemigo que ya conoce nuestros protocolos, nuestros mapas… y nuestras debilidades. Uno que puede usar a los nuestros como entrada."

La transmisión se cortó.

Edeh quedó solo.

Pero ahora sabía con certeza que el enemigo no estaba en la frontera.

Estaba adentro.

Dejó de pensar y volvió su vista al héroe ya fallecido.

"Discúlpame, pero tengo que ocultar tu cuerpo... Déjame a mí a los pobladores de Pondcross en tu lugar", murmuró Edeh, agachándose frente a él.

El silencio de la torre parecía absoluto, como si incluso el aire se hubiese detenido. Con cuidado, Edeh cerró los ojos del héroe con dos dedos temblorosos, en un gesto breve, respetuoso. No había tiempo para luto, ni para honores. Solo la urgencia del deber.

"No puedo permitir que ellos lo vean así… rotos los símbolos, podridos los pilares", susurró con los labios apretados. "La gente necesita creer que seguimos siendo protegidos. Que los héroes aún velan por nosotros."

Sus ojos se clavaron en el cuerpo sin vida durante unos segundos más, y entonces, sin pensarlo, le habló como a un viejo camarada.

"¿Te acuerdas cuando decíamos que si uno caía, el otro cargaría con lo que hiciera falta? Nunca imaginé que ese día llegaría así… sin advertencias, sin despedidas."

Su voz bajó aún más.

"Eras terco... Yaim, pero justo. Valiente. Nadie más podía contener lo que vivía allá fuera… pero algo entró, ¿verdad? Algo que ni tú pudiste frenar."

Suspiró, y su mirada se desvió hacia la ventana, hacia las lejanas laderas donde vivía lo que más le importaba en este mundo.

"Jota… Saida… Adelise, Edras… incluso Rose. No pueden cargar con esto. No todavía", dijo, y tragó saliva con dificultad. "Ya han vivido demasiado con miedo. No voy a sumarles desesperanza."

La voz se le quebró apenas, como si el peso que llevaba no solo fuera el del cadáver frente a él, sino el de toda una mentira necesaria. Un escudo invisible para proteger a los suyos de un mundo que se deshacía en las sombras.

Se incorporó lentamente. Cada hueso que crujía era una decisión más que tomaba por quienes amaba.

"Descansa, viejo amigo. Yo cargaré con lo que viene. Como siempre dijimos... uno cae, el otro sigue."

En la espesura, detrás de la torre, bajo tierra húmeda y raíces dormidas…

Edeh trabajó en silencio. Palada tras palada, sin palabras, sin oraciones. Solo el crujido de la tierra, el chirrido lejano de los árboles, y el esfuerzo de sus músculos cada vez más cansados.

El cuerpo del héroe estaba envuelto en una lona gruesa, cubierta por ramas y musgo. No era un entierro digno de su nombre, pero era lo más humano que podía ofrecerle bajo las circunstancias. Nadie lo vería. Nadie sabría lo que ocurrió.

Cuando colocó la última capa de tierra, Edeh permaneció de pie unos minutos, la pala aún en sus manos. El sudor le escurría por la frente, pero no lo notaba. Su respiración era lenta, casi medida.

"Ya está hecho", murmuró al aire. "Te escondí del mundo… igual que lo haré con la verdad."

Cerró los ojos, dejó la pala apoyada contra el tronco de un árbol, y giró para regresar. El bosque lo tragó poco a poco, como si el mismo paisaje se encargara de borrar cualquier rastro.

Horas después, en casa…

La luz cálida de la cocina iluminaba suavemente las vigas del techo. Saida dormía en el sofá, un libro aún abierto en su regazo. Jota había dejado su mochila en el rincón, con el cierre mal cerrado. El olor a pan horneado aún flotaba en el aire.

Rose lavaba los platos en silencio, mientras Adelise cortaba telas en la mesa de trabajo. Edras, con el ceño fruncido, leía el boletín agrícola, completamente absorto.

Edeh se detuvo en el umbral, sin hacer ruido. Se quedó allí, inmóvil, observándolos.

Cada uno de ellos... vivo, tranquilo, ajeno al horror que él acababa de contener. Y así debía seguir siendo.

No dijo nada. No interrumpió. Solo los miró, con una mezcla de alivio y dolor apretándole el pecho.

"Por ustedes", pensó. "Por esta calma. Por esta rutina que aún podemos llamar vida."

Nadie notó que una lágrima resbalaba por su mejilla. La limpió de inmediato, antes de dar un paso atrás, cruzar la puerta y cerrarla suavemente tras de sí.

En su interior, ya había tomado una decisión: proteger a su familia, cueste lo que cueste. Y para lograr un poco de paz, aunque fuera temporal... debía mentir.

"Necesito comenzar mi plan... tengo que hacer que las bajas sean lo más mínimas posibles", pensó Edeh.

Respiró hondo, como si con ello pudiera cargar todo el peso del mundo sobre sus propios hombros sin dejar que tocara a los demás. El sol de la mañana apenas calentaba, pero en su interior, el compromiso ardía como un fuego azul.

Ya no era solo un abuelo o un campesino más en la frontera.

Y no podía fallar.

El viento afuera se había levantado, removiendo las hojas secas alrededor de la cabaña. Edeh estaba de pie junto a la cerca, las manos en los bolsillos, la mirada fija en el horizonte, aunque no parecía ver nada en particular.

Sacó su comunicador del bolsillo interior de la chaqueta. Dudó un momento. Luego, marcó el canal privado.

La pantalla parpadeó un par de veces hasta que apareció la imagen de Edras. Su hijo tenía el cabello revuelto y los ojos ligeramente hinchados de cansancio.

"¿Papá? ¿Ocurrió algo?"

Edeh se tomó un segundo antes de responder.

"Estoy afuera. Frente a la cabaña." Su tono era sereno, pero cargado de algo más denso, algo que su hijo reconocía.

Edras frunció el ceño, ya más despierto.

"¿Está todo bien?"

"Necesito hablar contigo," dijo Edeh. "En persona. Es importante."

La imagen de Edras desapareció en cuanto terminó la llamada.

Un minuto después, la puerta de la cabaña se abrió con suavidad. Edras salió envuelto en una chaqueta de lana, cruzó el pequeño jardín y se detuvo a pocos pasos de su padre. Lo miró sin decir palabra. Edeh aún no lo miraba, como si juntar valor requiriera no hacer contacto visual.

El silencio entre ellos fue breve, pero profundo. Solo el rumor de los árboles llenaba el espacio.

Finalmente, Edeh giró la cabeza y lo observó de frente. Su expresión era impenetrable, como tallada en madera antigua.

Edras inspiró hondo, apretó los puños y bajó ligeramente la mirada.

"Padre… de hecho, yo también te quería comunicar algo importante," dijo, poniéndose serio.

Las palabras quedaron suspendidas entre ambos, como una corriente invisible. Dos generaciones enfrentadas al peso de lo que aún no se dice.

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