Cherreads

Chapter 8 - PREPARATIVOS.

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"Algunas noches no terminan al amanecer.

Se arrastran por el día, silenciosas como una grieta en el tiempo…

Y aunque el sol brille, hay sueños que no duermen.

No importa cuánto los niegues, ellos regresan.

Porque lo que viene no es un futuro...

sino un recuerdo aún no vivido."

— Voz de Hinata

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Han pasado varios meses desde aquel sueño, y nunca se lo conté a nadie. Tal vez por miedo, tal vez por algo más profundo que aún no sé explicar… pero quedó en mí como una llama que no se apaga. Desde entonces, algunas cosas han cambiado. No de forma evidente, no como una tormenta, sino como cuando el aire se espesa justo antes de llover. Lo siento en mis sueños, en mi respiración, en cómo el viento me acaricia distinto. Lo siento especialmente cuando veo a mi hermano.

Esa noche en la que me desperté gritando aún vive en mi pecho. A veces, cuando me quedo en silencio, puedo ver de nuevo sus ojos rojos iluminados por el relámpago. O mejor dicho… los ojos de algo que parecía él. Porque por un instante, sentí que quien me observaba no era Edu, sino otra cosa, envuelta en sombras, con ojos como carbones encendidos.

Desde entonces, he comenzado a observar más. A callar más. Y a pensar.

Pero hoy no hay espacio para pensamientos oscuros. Hoy, el pueblo entero vibra con la anticipación del Festival de los Dos Cielos. Las calles están cubiertas de telas danzantes al viento, las casas adornadas con faroles de papel, y el aire huele a azahar, madera quemada y dulce de loto. Por la festividad más importante del pueblo, una celebración ancestral que honra tanto a los cielos estrellados como a los cielos tormentosos, símbolo del equilibrio entre lo bello y lo terrible, entre la gracia y el caos.

Dicen que en tiempos antiguos, fue en esta fecha cuando el cielo se abrió y cayó una lluvia de estrellas que iluminó los cinco reinos. Se celebra con música, danzas, fuegos, y muchas familias viajan incluso desde otras tierras para compartir la tradición. Mi familia, como cada año, es parte de los preparativos.

El día comenzó con el sonido de pasos apresurados por los pasillos. La voz de mamá, la señora Sakura, resonaba desde la cocina dando indicaciones con firmeza pero con alegría en la voz. Shizuka ya estaba de pie preparando listas, mientras Azumi colocaba sábanas secas dobladas con precisión impecable en los cestos. Kenji fue el primero en asomar la cabeza en mi cuarto con una sonrisa torcida y una manzana a medio comer.

—Hoy es el día, dormilona. Apuesto a que mamá me dejará probar los dulces antes que a ti.

No le respondí de inmediato. Solo lo miré… y por un momento, me pareció ver un destello de Edu en sus ojos. Ese brillo confiado, que no teme a nada.

Cuando bajé, Edu ya estaba en la cocina… como siempre, molestando a las sirvientas.

—Señorita Shizuka —decía con voz seductora, tomando un panecillo del cesto sin permiso—, ¿no cree que los panes de hoy huelen más a usted que nunca? Dulces, cálidos… y peligrosamente adictivos.

—Señorito Edu —respondió ella sin levantar la mirada, con tono neutro—, si vuelve a robar pan antes de la bendición, lo pondré a hacer limpieza de las letrinas del corral.

—No se preocupe, yo también soy peligroso… y encantadoramente útil.

Zuzu, como siempre, se metió entre ellos con precisión felina.

—¿Útil? Más bien eres un estorbo glorificado con labios bonitos —dijo trepando hasta su hombro.

La escena hizo que me riera. Era así todos los días, y sin embargo… algo en mí seguía notando la diferencia. No en ellos. En mí.

Me senté junto a Kenji mientras mamá servía las arepas de trigo y flores, y papá leía una carta que parecía venir desde la capital. Su expresión era seria, aunque intentaba disimularlo.

El desayuno fue alegre, pero bajo la mesa mis dedos jugueteaban con el borde de la tela, mientras mis pensamientos regresaban una y otra vez a esa noche. A ese susurro. A esa figura. A la mirada de mi hermano, tan distinta, tan vacía.

Y así, entre risas, olores a canela y juegos de hermanos, comenzó el día de los preparativos. Un día más… y sin embargo, uno que ya se sentía distinto desde que abrí los ojos.

Bajamos desde nuestra casa en la colina apenas los primeros rayos del sol tocaban las hojas. El camino hacia el pueblo parecía distinto hoy. Las flores silvestres a los bordes del sendero estaban más vivas, los pájaros más ruidosos, como si incluso la naturaleza celebrara con nosotros. Papá y mamá iban adelante, conversando con voz baja, y detrás veníamos nosotros: Edu, Kenji, yo, Azumi y Shizuka.

Edu caminaba despreocupado, como siempre, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, silbando una melodía que solo él conocía. Zuzu lo seguía muy de cerca, saltando por entre los arbustos, y en cada oportunidad le daba zarpazos juguetones a sus tobillos.

—¿Podrías comportarte por cinco minutos? —murmuró Edu agachándose para cargarla.

La gata se revolvió en sus brazos, trepó por su pecho y se acomodó sobre su hombro como si fuese la dueña legítima de su espalda. Edu resopló y me miró de reojo, sonriendo como siempre, esa sonrisa que muchas veces me hace olvidar lo que vi aquella noche. Como si nada hubiera pasado. Como si todo estuviera bien.

Pero no lo está.

El pueblo estaba vivo. Decenas de personas trabajaban decorando las calles con guirnaldas. Carretas llegaban desde los caminos del sur, del este, cargadas de frutas, telas brillantes, incienso, y especias. Las familias saludaban con alegría, algunos nos reconocían y nos ofrecían dulces o flores. Los niños corrían con cintas en las manos, ensayando las danzas del anochecer.

La plaza estaba transformada. Un escenario había sido levantado en el centro, donde los músicos practicarían y los sacerdotes ofrecerían sus bendiciones. A un lado, los altares de los dos cielos: uno decorado con plumas blancas, reflejando la gracia; el otro cubierto de metales oscuros y piedras negras, representando el caos.

—Este año todo está más bonito —dijo Kenji, tomando mi mano mientras caminábamos—. ¿Crees que pueda ganar la carrera de cintas otra vez?

Asentí, sonriéndole.

Shizuka y Azumi se separaron pronto para ayudar a los comerciantes con la descarga de cajas. Sakura hablaba con los organizadores del festival y papá inspeccionaba los puestos con mirada seria, como si esperara algo más que una celebración.

Mientras caminábamos entre la multitud, Edu no dejaba de coquetear con cuanta joven se cruzaba. A una le sostuvo la flor que se le cayó, a otra le guiñó un ojo cuando tropezó frente a él. Incluso las ancianas reían con sus comentarios exageradamente galantes.

—¡Es peor que el año pasado! —murmuró Azumi al pasar junto a mí.

—No creo que tenga remedio —respondí bajito, riendo.

Zuzu, por su parte, había decidido comenzar una persecución frenética de mariposas naranjas. Cada vez que atrapaba una, se quedaba mirándola como hipnotizada antes de soltarla. Luego corría hacia Edu y se lanzaba sobre sus hombros con torpeza, provocando que tropezara más de una vez entre las mesas de dulces.

—¡Zuzu! —gritó él—. ¡Eso no fue justo!

Y todos reímos.

En ese momento, lo olvidé todo. Olvidé el sueño, la figura, los ojos rojos. Solo éramos nosotros, una familia bajando al pueblo, una niña riendo con su hermano mientras una gata se creía reina.

Pero esa paz... siempre se quiebra en silencio. Siempre hay un momento donde el corazón recuerda. Y ese momento, aún no había llegado.

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El caos familiar en un festival era... hermoso. Caótico, pero hermoso. Mientras la plaza se llenaba más y más, nuestra familia se dispersaba entre puestos, saludos, tareas y anécdotas. Mamá, como siempre, ya había tomado el control de la decoración del altar principal junto con las sacerdotisas del templo. Papá había desaparecido tras un grupo de comerciantes armados. Kenji se fue corriendo tras unos niños que jugaban con cometas de tela. Y nosotras...

Nosotras éramos un huracán.

Edu, como siempre, estaba en el ojo del desastre. Repartía sonrisas, ayudaba a una joven a ajustar su kimono, le decía a otra que su cabello brillaba más que las antorchas del festival. Cada frase suya parecía ensayada, pero lo hacía tan natural que hasta los adultos sonreían ante sus encantos.

Azumi lo observaba con los brazos cruzados y una ceja arqueada. A su lado, Shizuka descargaba una caja de frutas con un gesto apenas visible de fastidio en el rostro.

—Ya va por la tercera —dijo Azumi, con voz baja y tono burlón.

—¿Tercera? —pregunté, sin entender.

—La tercera chica a la que le lanza esa sonrisa. Ya sabes cuál. Esa que parece sacada de una novela barata.

Shizuka no respondió. Simplemente alzó otra caja, más fuerte de lo necesario. Sus mejillas estaban apenas sonrojadas.

—¿Te molesta que sonría tanto? —provocó Azumi, apoyándose en la carreta con una sonrisa ladina—. ¿O solo cuando no es contigo?

—No seas ridícula —murmuró Shizuka, desviando la mirada.

—¿Ridícula yo? No soy la que dejó caer tres naranjas cuando la nueva aprendiz del gremio le dijo "buenos días" a Edu.

Shizuka suspiró, conteniendo una réplica que no llegó a salir. Yo no pude evitar reír. Verlas así me hacía olvidar lo raro que era todo últimamente. La calidez entre ellas era distinta a la de una simple servidumbre. Parecían hermanas, aunque jamás lo admitirían.

En medio de la conversación, Edu volvió a acercarse, esta vez con una flor entre los labios, claramente arrancada de una de las decoraciones del altar.

—Para la flor más radiante del festival —dijo, y se la ofreció a Azumi.

Zuzu lo embistió en ese preciso instante. Saltó desde el tejado del puesto de golosinas y le cayó sobre la cabeza. Edu soltó un alarido exagerado y cayó de espaldas, mientras la flor volaba por los aires y aterrizaba en una cesta de legumbres.

—¡ZUZU! —gritó él, con un tono entre divertido y desesperado.

La gata se sentó sobre su pecho como una esfinge, moviendo la cola con aire triunfal.

—Parece que alguien ya tiene dueña —dijo Azumi, cruzándose de brazos.

—Bien merecido —murmuró Shizuka.

Edu se incorporó sacudiéndose la camisa, mirándonos como si el universo le debiera una disculpa. Pero cuando cruzó la mirada con Shizuka, algo en su expresión cambió. Solo por un segundo, dejó la sonrisa fácil de lado. Fue un segundo. Tal vez menos. Pero Shizuka lo notó, y bajó la mirada.

Y yo también lo vi.

Esa chispa. Ese brillo extraño. Algo que no era coquetería. Algo más profundo. Como una grieta apenas visible en una máscara bien tallada.

El bullicio siguió, los niños gritaron, las campanas del templo comenzaron a sonar llamando al ensayo general del ritual, y el momento se disolvió entre risas, aromas de incienso y pétalos en el aire.

Pero yo no dejé de mirar a mi hermano. Porque en ese instante... ya no estaba tan segura de estar viéndolo solo a él.

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