Capítulo 9 –
La primera mañana en Hogwarts llegó con el murmullo constante del agua fluyendo por las paredes de piedra. Matt abrió los ojos, envuelto en un silencio espeso que ni el rumor de los canales bajo el castillo lograba romper.
La Sala Común de Slytherin parecía más una cripta que un hogar: verde oscuro, fría, profunda, decorada con tapices antiguos y retratos que lo miraban como si no perteneciera.
Se vistió en silencio, usando la túnica reglamentaria que le quedaba un poco grande. Sus compañeros se movían a su alrededor sin prestarle atención. Algunos murmuraban cosas entre ellos, otros pasaban de largo como si él fuese aire.
A nadie parecía importarle quién era el chico nuevo de sangre muggle. No lo miraban con hostilidad abierta, pero sí con una indiferencia casi ofensiva.
El comedor estaba ya lleno cuando Matt entró, un poco tarde. Se sentó en la esquina más cercana del largo banco de Slytherin. Nadie le hizo espacio, pero tampoco lo echaron. Los cubiertos brillaban con magia, y la comida aparecía sin esfuerzo alguno. Pan caliente, salchichas, jugo de calabaza... pero apenas podía tragar. Su estómago era un nudo.
El día comenzó con Historia de la Magia. El profesor Binns, un fantasma gris que flotaba sobre la tarima, hablaba sin parar como si nadie estuviera allí. Matt intentó anotar algo, pero las palabras se mezclaban en su cabeza. Las guerras de los gigantes, la firma del Estatuto Internacional del Secreto... ¿Cómo se suponía que debía entender todo eso si ni siquiera había visto un libro de magia antes de ayer?
Luego vinieron Pociones, en las mazmorras. Snape no lo miró directamente, pero su voz fría y controlada llenó la sala. "Pocos comprenderán la belleza de preparar una poción correctamente..." Matt escuchó con atención. Sabía que no podía decepcionarlo. No después de lo que Snape había hecho por él.
Aun así, cuando le tocó compartir mesa con un alumno de segundo año, el chico resopló y dijo:
—Genial, me tocó el muggle.
Matt bajó la cabeza y cortó las raíces de valeriana con manos temblorosas.
Por la tarde, tuvo su primera clase de Encantamientos. El profesor Flitwick le dio una sonrisa amistosa, pero no dijo su nombre al repartir las plumas encantadas para practicar el Wingardium Leviosa. Cuando Matt intentó el hechizo, no pasó nada. Ni una chispa. Su compañero, un chico de rostro afilado, levantó su pluma al tercer intento.
—¿Nunca has tocado una varita, verdad? —susurró con sorna.
En Defensa Contra las Artes Oscuras, las cosas fueron distintas. La profesora Merrythought —una bruja anciana de aspecto estricto— los hizo practicar un encantamiento básico contra ratas mecánicas encantadas. Matt apenas logró alzar su varita, pero entonces algo ocurrió. No fue que el hechizo funcionara, sino que su varita respondió con un chispazo cálido, como si reaccionara a él mismo y no al conjuro.
Se quedó mirando el extremo humeante de la madera, confundido. Nadie lo notó. Ni siquiera la profesora.
Al final del día, caminó por los pasillos oscuros del castillo. El castillo era hermoso, sí. Lleno de escaleras que se movían solas, retratos que murmuraban, armaduras que giraban sus cascos al paso de los alumnos. Pero todo le resultaba ajeno. Como si perteneciera a otro mundo. Y quizá así era.
Cuando regresó a la Sala Común, no encontró su cama enseguida. Se perdió dos veces. Nadie lo ayudó.
Se acostó sin hablar con nadie.
La piedra estaba helada.
Y por primera vez desde que llegó a Hogwarts, deseó haber dicho que no.
––
Con los días, la emoción inicial fue dando paso al peso de una rutina silenciosa. Hogwarts estaba lleno de maravillas, pero a Matt le parecía que brillaban más para otros que para él. Había empezado a entender que los niños criados entre magos llegaban ya con años de ventaja. Sabían qué era un traslador, cómo se usaba la polvos flu, qué diferencias había entre un elfo doméstico y un duende. Él no sabía nada. Ni siquiera entendía por qué su varita no obedecía del todo.
En clase de Pociones, Snape continuaba con su voz cortante y movimientos elegantes. Era frío, incluso con él. No lo miraba más de lo necesario, pero tampoco lo ridiculizaba como a otros. A veces parecía vigilarlo por el rabillo del ojo, en silencio. Como si esperara algo. O temiera algo.
Matt trataba de impresionarlo. Leía de noche a escondidas, repasaba fórmulas, memorizaba ingredientes. Pero siempre cometía algún error menor. Demasiado caldo de salamandra. Corte desigual de colmillos. Snape solo le dedicaba una mirada seca. Y silencio.
La biblioteca se volvió su refugio. Horas enteras en rincones donde nadie pasaba, entre libros polvorientos sobre hechizos que apenas podía entender. Algunos parecían susurrar al abrirse, otros estaban escritos con plumas encantadas que cambiaban las letras cuando no los veías. Aprendía lento, y todo parecía escurrirsele entre los dedos como arena húmeda.
En la sala común, los murmullos seguían. Slytherin era una casa orgullosa, pero también cruel con los que consideraban indignos. Su sangre muggle lo marcaba. Su forma de hablar. Hasta su postura.
Una tarde escuchó, al pasar:
—Ni siquiera sabe conjurar una chispa. ¿Cómo pasó el examen?
Y otra voz, más baja:
—Dicen que Snape lo trajo. Debe haber sido un favor…
Matt apretó los puños y siguió caminando.
A veces caminaba por los pasillos vacíos después del toque de queda, con cuidado de no ser atrapado por los prefectos. Exploraba rincones olvidados, pasadizos que olían a tiempo detenido. Sentía que, al menos allí, nadie lo juzgaba. Las piedras viejas lo aceptaban más que las personas.
Una noche entró en uno de los baños del segundo piso. Estaba vacío. Encendió una de las lámparas con un Lumos débil y se sentó frente al espejo.
Sacó su varita. La contempló.
—¿Por qué no me respondes como a los demás? —susurró.
Cerró los ojos. Recordó lo que decía el libro de encantamientos: "La magia fluye a través del canal más puro: la intención". Respiró hondo. Dejó que el silencio lo envolviera.
Y entonces levantó la varita sin pronunciar palabra.
Los espejos temblaron.
El agua de los grifos vibró levemente.
Las velas parpadearon como si una corriente invisible pasara por el aire.
Todo el cuarto pareció latir por un segundo. Luego… se detuvo. Silencio. Pero Matt supo que eso no había sido magia común. No usó palabras. No usó un hechizo conocido.
Y su varita… no había sido la que hizo eso. Era algo más. Algo que ardía muy dentro.
Salió del baño antes de que alguien lo encontrara. Caminó con el corazón acelerado hasta su cama. No durmió esa noche.
Así terminó su primer año.
Sabía más cosas. Podía conjurar hechizos básicos. Sabía cómo usar ingredientes, cómo volar en escoba sin caerse. Pero en el fondo, seguía sintiéndose igual de solo.
Y en silencio, entre las piedras frías de Hogwarts
–––
Segundo Año en Hogwarts.
El segundo año comenzó con una sensación conocida: el peso del silencio.
Matt regresó a Hogwarts con una maleta un poco más llena —más libros, más deberes, más cicatrices invisibles. Esta vez, caminó por el Expreso de Hogwarts con paso más firme, aunque su compartimento estuvo igual de vacío. Nadie le pidió sentarse. Nadie lo saludó. Pero tampoco lo molestaron. Se había vuelto parte del fondo, como un cuadro que ya nadie mira.
Lo primero que notó al bajar del tren fue el cielo. Estaba gris. Casi igual que el día en que llegó por primera vez. Pero esta vez, no era un niño que miraba todo con ojos asombrados. Sabía lo que lo esperaba: escaleras cambiantes, pasillos infinitos, y un colegio que lo trataba como si estuviera de paso.
Durante la selección de los nuevos estudiantes, Matt permaneció al fondo del Gran Comedor. Vio a los pequeños con túnicas nuevas y nervios en los ojos. Algunos eran muggles, como él. Los observó con cierta compasión... y también con una pizca de envidia. Tal vez ellos sí serían aceptados.
Las clases comenzaron pronto, y con ellas, el patrón repetido: ignorado en Slytherin, tolerado en los pasillos, observado en silencio por Snape. Pero hubo un cambio. Pequeño, pero real. Esta vez, Matt no se sentía completamente a oscuras.
Había aprendido a leer los libros más rápido. A memorizar mejor. A no cometer los errores más básicos en Pociones. Incluso su varita —esa criatura terca y orgullosa— empezaba a responder, como si al fin reconociera que él era digno. En Encantamientos, logró hacer levitar una piedra. En Transformaciones, convirtió una cerilla en aguja. Cosas pequeñas, sí… pero suyas.
Un día de octubre, mientras bajaba por la escalera del ala oeste, se encontró con una escena inusual: un alumno de cuarto año con el rostro pintado de azul chillón, gritando porque su cabello cambiaba de forma.
—¡Te dije que te apartaras, idiota! —protestó una voz aguda.
Matt giró justo a tiempo para ver una figura que pasaba como un relámpago: una chica con cabello rosa brillante y una sonrisa traviesa. Tonks.
Ella le lanzó una mirada fugaz al pasar, y sus ojos —traviesos, eléctricos— se detuvieron apenas un segundo sobre él.
—Buen reflejo, Slytherin —dijo, como si le hablara a alguien importante.
Matt parpadeó, y ella ya había doblado la esquina.
No fue gran cosa. Un comentario. Una mirada. Pero en ese mundo donde nadie le hablaba, fue como una chispa en una noche sin luna.
Esa noche, soñó con fuego que cambiaba de color.
**
El curso avanzó como una corriente silenciosa. Matt ya no se perdía en los pasillos, pero sí en los pensamientos. Empezó a notar cosas. A entender que no era solo un muggle en un mundo mágico, sino algo distinto. A veces sentía el calor bajo la piel cuando se enojaba. No como una emoción… sino como algo físico. Como si su sangre estuviera hecha de otra cosa.
En una clase de Defensa, lo pusieron a hacer un duelo simulado. Su contrincante, un Ravenclaw confiado, lanzó un Expelliarmus que Matt apenas bloqueó. Luego intentó un contrahechizo. No lo recordó bien, solo que no era el correcto. La varita vibró, se calentó en su mano.
Una llamarada breve, negra y fugaz, salió disparada y quemó el borde del atril del profesor.
Silencio.
Matt se quedó quieto, la varita aún en alto, el corazón martillando.
La profesora lo miró con extrañeza, pero no dijo nada.
Solo marcó un punto menos a ambos por "falta de precisión".
**
En la biblioteca, Matt se volvió un visitante habitual. Los libros más oscuros estaban bajo llave, claro, pero algunos trataban de magia antigua, magia natural, magia sin canalizar. Leía todo lo que podía sin levantar sospechas. Había un libro, en particular, que parecía resistirse a abrirse por completo. Lo intentó cada noche durante una semana, hasta que una vez, sin querer, dejó caer una gota de sudor sobre la cubierta.
El libro se abrió.
Adentro había runas que se reordenaban, párrafos que se encendían con el tacto. Nada estaba en idioma común. Pero entendía. No sabía cómo pero lo entendia. Sentio como si algo dentro de el lo sabiera. algo más profundo.
Allí leyó por primera vez sobre la "llama del alma".
Y aunque el texto era vago, hablaba de un fuego que no requería conjuro, que nacía de la voluntad pura.
Sintió que algo dentro de él despertaba.
**
En Navidad, Snape lo llamó a su despacho.
Fue inesperado. No había cometido errores. No había hecho méritos tampoco. Solo recibió una nota: "Despacho del profesor Snape. Ahora."
La sala estaba como siempre: fría, llena de frascos, con un leve aroma a menta y algo más amargo.
Snape no lo saludó. Solo le señaló una silla.
—Segundo año —dijo finalmente, sin emoción—. Ya no eres un recién llegado.
Matt asintió, sin saber si debía responder.
—No busques impresionar a nadie —continuó Snape—. Pero tampoco te escondas. Hay poder en ti. No lo desperdicies pretendiendo que no está.
Matt lo miró. ¿Snape sabía algo? ¿Lo había visto?
—Lo intento —susurró él.
Snape se inclinó hacia adelante. Sus ojos oscuros eran como pozos sin fondo.
—No intentes. Controla. O te consumirá.
No hubo más palabras.
Matt salió del despacho con más preguntas que respuestas, pero con algo nuevo latiendo en el pecho.
Tal vez motivación.
Tal vez miedo.
**
El segundo año terminó sin gloria.
No ganó puntos para su casa.
No se hizo amigos.
Pero conjuró su primer Protego, imperfecto pero real.
Y una noche, cuando volvió a intentarlo frente al espejo del baño… su varita no tembló.
La vela no parpadeó.
Y la piedra bajo sus pies no se sintió tan fría.
Por primera vez, Hogwarts empezaba a parecer… un poco menos ajeno.
Y él, un poco más que un intruso.