Cinco años habían pasado desde que Kenji partió a la guerra, cinco años que se sintieron como siglos de sangre, acero y sacrificio. La Batalla de los Valles del Eco había sido una carnicería épica, una victoria pírrica para el Clan Uchiha. Los valles habían sido recuperados, sí, la bandera del abanico llameante ondeaba victoriosa sobre las ruinas de las defensas Senju, pero a un costo devastador. El Uchiha había impuesto su voluntad con una ferocidad inigualable, sus Sharingan destellando como faros de muerte en la oscuridad del conflicto, pero cada vida Senju cobrada equivalía a una herida profunda en el propio clan.
Kenji había sido la punta de lanza, el general en el campo, su Mangekyo Sharingan tejiendo ilusiones tan potentes que desmantelaban las formaciones Senju antes de que pudieran lanzar un solo contraataque coherente. Su Susano'o primordial, una manifestación colosal de chakra, había abierto brechas imposibles en las líneas enemigas, aplastando defensas y rivalizando con las técnicas de Elemento Madera de los Senju. Los gritos de desesperación de los enemigos, las explosiones de chakra, el olor a carne quemada y tierra mojada eran una sinfonía macabra que aún resonaba en sus sueños. Pero cada victoria, cada demostración de su poder, venía con un precio personal y cruel.
La factura más cruel se la había cobrado su propio poder. El uso constante y desmedido del Mangekyo, exigiendo de su cuerpo y sus ojos más allá de sus límites, había acelerado la inevitable degeneración. Kenji había regresado de la guerra con un solo ojo funcional; el izquierdo, donde residía su habilidad Mugen Enmu (Niebla Eterna), esa capacidad de crear ilusiones a gran escala que sumía campos de batalla enteros en el caos, estaba ahora velado por una ceguera total. Era una cicatriz opaca, un espejo sin reflejo, un testimonio silencioso y doloroso de los horrores vividos y los sacrificios hechos. El ojo derecho, con su Tsukuyomi de Sombra (que distorsionaba la percepción individual de sus víctimas), seguía activo, pero su visión era un tormento constante de puntos ciegos, borrones y un dolor punzante que nunca lo abandonaba por completo. El precio de ser un arma tan devastadora había sido pagado en su propia carne, en su propia visión.
Ahora, lejos del fragor de la batalla, alejado de las estrategias y la sangre, Kenji se dedicaba a una nueva misión, una mucho más personal y profunda: el entrenamiento de Itori. A sus cinco años, Itori era un torbellino de energía pura, con el cabello escarlata vibrante de su madre Uzumaki, un faro de color que lo distinguía de los cabellos oscuros de los Uchiha, y los ojos oscuros y penetrantes de su padre, aunque sin el brillo del Sharingan aún. Era un niño con una curiosidad insaciable, una inteligencia precoz y una resistencia innata, a menudo más allá de lo que su tierna edad sugería. La comunidad Uchiha lo había aceptado, aunque con reservas, susurraban sobre su linaje mixto, pero la presencia de Kenji era suficiente para silenciar a los más conservadores. El niño crecía bajo la atenta, aunque disimulada, vigilancia de Akemi y Hiroshi, quienes informaban periódicamente al Patriarca Tadao sobre su desarrollo, manteniendo el ojo del clan sobre el 'experimento'.
El patio de entrenamiento privado de Kenji, escondido detrás de su modesta vivienda en un rincón apartado del complejo Uchiha, era su santuario personal. Era un espacio simple, con el suelo de tierra compactada y algunos objetivos de madera desgastados. Allí, el Uchiha tuerto, con la sabiduría forjada en el dolor y la experiencia, guiaba a su hijo a través de los fundamentos del Taijutsu y el control de chakra, adaptando las rigurosas técnicas del clan a la mente curiosa y el cuerpo pequeño de un niño. Kenji se movía con la fluidez que le permitía su visión limitada, corrigiendo la postura de Itori, enseñándole a canalizar su energía interna.
Un día, bajo el sol de la tarde que se filtraba entre los árboles, pintando el patio con tonos dorados, Kenji decidió probar la naturaleza de chakra de Itori. Era una práctica estándar en el clan, una forma de identificar las afinidades elementales de un shinobi para guiar su entrenamiento. Aunque para un niño tan joven, a menudo era más una curiosidad que una evaluación exhaustiva. Kenji le tendió tres trozos de papel de chakra especiales, hechos de un material sensible a la energía espiritual. "Itori," dijo Kenji, su voz suave pero firme, "concéntrate. Envía tu chakra a cada uno de estos papeles. Deja que fluya, siente la energía dentro de ti y empújala hacia el papel."
Itori, con la seriedad que pocos niños de su edad poseían, asintió con determinación y tomó el primer papel con sus pequeños dedos. Cerró los ojos, su pequeña frente se arrugó en una profunda concentración, una imagen en miniatura de su padre. De repente, el papel se encendió con una llama crepitante, una explosión de fuego más brillante y rápida de lo esperado, consumiéndose en segundos y dejando solo cenizas finas que se dispersaron en el viento. Kenji parpadeó con su único ojo funcional, su corazón latiendo con una mezcla de sorpresa y orgullo.
"¿Fuego?" murmuró para sí mismo, la voz apenas audible. Era de esperar para un Uchiha, cuya afinidad elemental primaria era el Elemento Fuego. Pero la intensidad de la llama en un niño tan pequeño era notable, casi alarmante.
Itori, con una sonrisa de satisfacción por el éxito, tomó el segundo papel sin dudarlo. Esta vez, mientras el chakra fluía de sus manos, el papel se arrugó y se desmenuzó, volviéndose quebradizo y seco, y luego, casi instantáneamente, fue atravesado por diminutos y ruidosos rayos que lo dejaron hecho jirones humeantes. El shock en el rostro de Kenji fue palpable. Sus labios se abrieron ligeramente.
"¿Rayo también...?" Su ojo sano se abrió de par en par, la incredulidad tiñendo su expresión. Esto era inusual para un Uchiha. Aunque algunos podían desarrollar afinidades secundarias, la presencia de dos elementos primarios con tal fuerza a una edad tan temprana era una anomalía significativa. Podía significar una rara dualidad natural o una influencia de otro linaje, algo más allá de la comprensión normal del clan.
El tercer papel. Itori lo tomó con la misma inocencia infantil, y mientras concentraba su chakra, el papel no se quemó ni se electrificó. En cambio, se partió por la mitad, cortado limpiamente como por una cuchilla invisible, y luego se deshilachó en el aire, dispersándose en el viento, como si una ráfaga invisible lo hubiera desintegrado.
Kenji se quedó mudo. Fuego. Rayo. Viento. Tres naturalezas de chakra, todas presentes con una fuerza sorprendente en un niño de cinco años. Para la mayoría de los shinobi, dominar una o dos afinidades era un logro de toda una vida, un testimonio de años de entrenamiento riguroso. Tres, y a esa edad, era casi inaudito, una hazaña que solo los ninjas más talentosos, casi legendarios, podían aspirar.
El impacto no terminó ahí. Mientras Kenji observaba a su hijo, con su único ojo Uchiha concentrado al máximo, pudo sentir el flujo de su chakra. No era solo la manifestación de múltiples naturalezas elementales; era la cantidad y la velocidad a la que crecía, a la que se expandía dentro del pequeño cuerpo de Itori. El chakra de Itori era vasto, una reserva profunda y aparentemente inagotable, que superaba con creces la de cualquier niño Uchiha que Kenji hubiera conocido, incluso la suya propia a esa edad. Era un torrente caudaloso y poderoso, no un modesto arroyo.
"Esto... esto debe ser la herencia Uzumaki," pensó Kenji, una mezcla de asombro, reverencia y una punzada de preocupación. El clan de Nara, conocido por su increíble vitalidad y sus gigantescas reservas de chakra, había pasado sus dones a su hijo. Itori no era solo un Uchiha; era algo más, algo potencialmente mucho más grande y, al mismo tiempo, mucho más peligroso en un mundo que temía lo diferente, lo incomprensible. Un poder tan inmenso en un niño, un secreto tan vasto, podría ser una bendición o una maldición.
Kenji se arrodilló frente a Itori, sus manos temblorosas colocándose suavemente sobre los hombros de su hijo, sus ojos fijos en los suyos. "Bien hecho, Itori," dijo, su voz ronca de una emoción que apenas podía contener, una mezcla de orgullo y asombro. "Muy bien hecho, mi pequeño."
Mientras su hijo reía con inocencia, ajeno a la magnitud de su propio poder, a la llama incipiente que ardía dentro de él, Kenji miró al cielo con su único ojo funcional, el izquierdo todavía un lienzo de oscuridad. La ceguera de un ojo le había enseñado el costo brutal del poder, el sacrificio inherente a la grandeza. Ahora, la aparición de este don prodigioso en Itori le recordaba la inmensa responsabilidad que recaía sobre él como padre y mentor. Su hijo era una llama incipiente, un potencial volcán a punto de entrar en erupción. Kenji sabía que su entrenamiento tendría que ser diferente, más cuidadoso, más exigente, y sobre todo, más secreto. Itori no solo aprendería a ser un Uchiha, sino a dominar la formidable herencia que fluía por sus venas, un poder que lo llevaría a alturas nunca antes vistas por su clan, y que quizás, si se mantenía oculto, podría ser la clave para cambiar el destino de todo el mundo shinobi.