—¿Tú… estás bien? —preguntó el hombre que se mostraba delante de él.
—Sí... gracias —respondió Almag algo atontado.
El sujeto en su frente; era el mismo hombre que había entrado con aquel abrigo de una organización. Mostraba una espada en su mano izquierda; parecía ser zurdo, pero eso no era el detalle, sino lo que acababa de hacer.
Si ese tipo hubiera llegado tan solo un segundo después, Almag hubiera muerto.
"Ese no es del abrigo", pensó entrecerrando los ojos. "Sí es ese".
El hombre lo escaneó de arriba abajo con una mirada rápida, luego deslizó la espada hacia su cinturón con calma.
—¿Eres nuevo por aquí, niño?
—Sí, señor. —respondió Almag mientras se irguía con dificultad.
—No deberías haberte metido en esta zona. Para alguien como tú... ya está completamente prohibida.
La voz del hombre sonaba tranquila, pero su mirada barría cada rincón con duda.
—Lo sé —admitió Almag. Pero creo que valió la pena.
—¿Valió la pena? —repitió arqueando una ceja mientras dirigía la vista al cofre abierto no muy lejos.
—Sí.
Un silencio denso se instaló entre ambos.
—Ya veo... —murmuró el hombre pensativo; con un brazo extendido señaló el interior del cofre. —¿Así que te arriesgaste por eso?
Almag no dijo nada. Sentía un miedo sutil ante lo que debía responder, pues el hombre lo observaba con atención, como si de un asesino se tratase.
Antes de que pudiera parpadear de nuevo, el hombre ya tenía la espada en la mano.
—Mierda.
Almag giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta que tenía a su espalda.
Estaba a punto de tomar la manija cuando un ardor desgarrador le cruzó por atrás.
—Lo siento, niño... pero ese botín era mío.
La voz del hombre retumbó detrás de él, como un eco cruel.
Almag cayó de rodillas, jadeando. La sangre empapaba su ropa. Trató de girarse, pero su espalda le pesaba.
—Maldito... —Susurró con los dientes apretados.
—Maldito yo...? Tú fuiste el culpable de estar aquí —respondió el hombre, agachándose frente a él.
Con descaro, empezó a vaciar el inventario de Almag sin ningún apuro.
La vista del chico se nublaba poco a poco. Solo alcanzó a ver la silueta del ladrón agarrando un objeto totalmente brillante.
—¿Qué... mierda es est...?
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[Reinicio 1/1]
***
—¡Rápido…! —susurró Almag, con desesperación.
Sin molestarse en revisar el contenido, extendió la mano hacia el cofre, tomó los dos objetos que había dentro y los envió directamente a su inventario.
—¡Lo logré! —exclamó lleno de emoción.
Imágenes se agolparon en su mente: el hombre de la entrada, la puerta frente a él, la sensación de peligro. Todo regresaba como un eco distorsionado.
La invisibilidad que lo había protegido por un momento se desvaneció. Su cuerpo volvió a estar expuesto, y el esqueleto, al notarlo, giró la cabeza de inmediato.
"Todo está ocurriendo igual..."
Almag divisó la puerta cercana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Allí estaba la manija. La misma que había alcanzado antes de recibir el ataque.
Sus ojos se abrieron de par en par, llenos de miedo. Aquella puerta le provocaba un temor instintivo. Pero no tenía tiempo para pensar en eso: el esqueleto ya avanzaba hacia él.
Almag corrió. Esta vez con más cuidado, vigilando cada paso que daba. No iba a caer otra vez.
Ya junto a la puerta, vio al sujeto que acababa de llegar desde el otro extremo del pasillo. El hombre gritó con rabia contenida:
—¡¿Un objeto de reinicio?! ¡Qué maldita suerte, chiquillo!
Y sí… era justo eso. Un objeto de reinicio.
No eran artefactos comunes, pero tampoco imposibles. Su tasa de aparición en una mazmorra era de apenas el 0.05%. Y casi nunca aparecían fuera del cofre del jefe del portal. Era pura suerte que Almag hubiera encontrado uno en un cofre cualquiera.
Lástima que ya lo hubiera usado. Ese objeto, en el mercado, podía valer fácilmente unos cincuenta mil euros.
Almag se quedó paralizado. Sorprendido por lo que acababa de oír y de que su muerte solo estaba a unos pasos.
—Esta vez no tendrás una segunda oportunidad —dijo el hombre, avanzando con pasos rápidos.
El esqueleto, que momentos antes había ido tras Almag, cambió de dirección. Ahora iba directo hacia él.
El sujeto desenvainó su espada y, con un solo corte, lo derribó.
La criatura se desplomó en el acto, partida en dos.
Almag, al ver eso, giró de inmediato la manija de la puerta. El hombre lo notó y gritó, enfurecido:
—¡No creas que escaparás!
Almag no esperó más; atravesó la puerta con desesperación. Solo tenía una idea en mente: salir de la mazmorra. Y para eso necesitaba encontrar un portal de salida.
Estos portales, conocidos como bloc, se activaban con un vórtice blanco. Podían aparecer en cualquier parte de la mazmorra, y ese era el problema: no seguían un patrón.
Sin mirar atrás, Almag corrió por pasillos angostos, atravesó muros rotos y siguió por corredores donde apenas llegaba la luz.
No se fijaba en los detalles. No buscaba enemigos, ni evitaba trampas, ni se preocupaba por callejones sin salida. Solo corría.
Y entonces, al doblar una esquina, la vio.
Una mujer.
Estaba justo en su camino. Almag, con el rostro desencajado por la desesperación, se acercó tambaleante.
—¡Ayuda! ¡Por favor, ayúdame!
—¿Qué pasa? —preguntó la joven del traje azul.
—Un sujeto… me quiere matar… me está persiguiendo…
Antes de que pudiera decir algo más, un sonido familiar se alzó desde el fondo del pasadizo.
Eran los pasos de su asesino.
—¡Es él! —gritó Almag, retrocediendo un paso.
La mujer llevó una mano a su cinturón y apretó con fuerza la empuñadura de su espada.
Del otro lado, el hombre soltó una risa. O al menos eso creyó Almag. Tal vez era solo la mazmorra misma burlándose de la situación.
—No te atrevas a acercarte —advirtió ella, firme.
El hombre no respondió. Tampoco se detuvo.
Avanzaba con pasos lentos, sin prisa, como si todo estuviera bajo su control.
"¿Qué le pasa a este sujeto...? ¿Acaso no piensa dejarme en paz?", pensó Almag, con el pulso cada vez más acelerado.
—Chico, ¿tienes algo que nos pueda ayu—
La joven no alcanzó a terminar la frase cuando una espada cruzó el aire en absoluto silencio. En un parpadeo, la hoja le atravesó la garganta. El impacto la derribó de inmediato, y su cuerpo cayó al suelo sin oponer resistencia.
—Mira lo que me hiciste hacer —dijo el hombre con frialdad.
Almag retrocedió un paso.
Estaba paralizado. La respiración se le volvió irregular. Jadeaba.
El mundo a su alrededor se estrechó: el cuerpo en el suelo, el hombre frente a él, la sangre...
Entonces, la voz del sistema rompió el momento:
—Quedan diez minutos para el cierre de la mazmorra.
El eco de la frase le cayó como un balde de agua helada.
Diez minutos.
Solo diez minutos para huir de su acechador… y de la mazmorra.