La sangre no hace ruido cuando cae sobre la madera.
Pero el eunuco Choi creyó oír un trueno cuando el cuerpo del rey se apagó frente a él. Sus rodillas flaquearon. Sus labios se abrieron sin voz. Sus ojos, dilatados, no lograban apartarse de la escena: el asesino de rostro cubierto aún empuñaba la hoja que había atravesado en el corazón del monarca.
Un corazón que, durante años, Choi había ayudado a vestir, a abrigar, a proteger.
La oscuridad de la sala se cerraba sobre él como una jaula. El asesino giró apenas el rostro y lo miró. Al principio no fue consciente de su voz cuando, con un dedo en sus labios embozados, dijo:
—Sin lamentos.
Fue la orden que dio antes de marcharse.
Y Choi Seung, como un perro que obedece la voluntad del más fuerte, enmudeció.
Caminó sin ser visto, sin que sus pies hicieran el menor ruido sobre la madera helada. La sangre del rey aún manchaba el suelo de los aposentos reales, pero él no la miró. Ya lo había hecho. Ya había visto demasiado. Sus ojos estaban secos, pero su alma, empapada.
Pasó junto al cuerpo sin vida del rey, cubierto apenas por un manto de fría bruma. Nadie podía verlo allí. Tenía que ser él quien avisase a los guardias reales de la tragedia. Pero primero debía preparase.
Se inclinó, apenas, como si el respeto pudiera ser su último refugio.
Y luego caminó. No hacia el exterior, no hacia la noche que reclamaba su traición. En cambio, caminó a la habitación contigua, a esa pequeña estancia donde dormía cada noche, a escasos pasos del monarca. Esa que siempre había estado ahí, invisible, como él.
Cruzó el umbral como un fantasma. Cerró la puerta con ambas manos, con un temblor sordo, como si encerrarse pudiera detener el tiempo.
Y entonces supo.
El rey estaba muerto, del otro lado su cadáver yacía sin ningún tipo de cuidado.
Se dejó caer junto a la puerta. No encendió la lámpara. No necesitaba ver nada. Las imágenes estaban grabadas en su interior como cuchillas: el asesino de la espada de jade, el rostro del rey perdiendo su color. La última exhalación helada. El crujido del silencio.
Se abrazó las rodillas, y por un instante pensó que también él había muerto esa noche.
No lloró. Aún no. Solo se quedó quieto. Esperando que el pulso bajara. Que el recuerdo se deshiciera como niebla.
Pero no lo hizo.
***
El frío subía con lentitud en la habitación cerrada. La bruma serpenteaba como un espíritu sin cuerpo, elevándose por los listones de madera que crujían bajo el peso del invierno. El eunuco Choi llevaba horas allí. No hablaba. Era un cuerpo desarmado bajo las sombras heladas. Respiraba apenas, como si temiera hacer ruido en un mundo donde el eco de una sola palabra podía matar.
Estaba solo. O al menos, eso creía.
Después de mucho rato, se animó a abrir la puerta que daba a los aposentos del rey. Las velas ya se habían apagado, entonces la penumbra le lamió el rostro. Pronto amanecería y tendría que preparar su mejor actuación.
Puedo hacerlo, se dijo.
Las manos aún le temblaban. No tenían sangre, pero él sentía el frío glacial que había quedado adherido a su piel desde que el asesino lo abandonó a su suerte. Como si su vida no fuera importante.
Y entonces lo oyó.
Primero, fue una brisa. Después, el roce de una bota en el suelo. El eunuco no necesitó girarse. Ya lo sabía.
—Es hora —dijo una voz baja, cortante. Familiar como una pesadilla que nunca terminó.
Choi apretó los labios. El asesino del rey estaba allí, como una sombra en la esquina de la estancia. No se acercó. No tenía que hacerlo.
—Levántate. Alza la voz. Grita.
Choi cerró los ojos.
—Lo sé.
—Todo depende de ti —añadió la figura, sin rastro de emoción—. Para todos, yo te dejé vivir.
El eunuco lo miró, con un movimiento apenas perceptible.
—Nadie me va a creer —musitó, como si desenterrar la voz le doliera.
—Por eso he vuelto —dijo el hombre.
—¿Quién… eres? —Choi Seung se arriesgó a preguntar, viendo un destello plateado en la oscuridad.
—Gris del Norte —respondió él.
Luego un silencio, uno demasiado largo, que se rompió con el quejido ahogado del eunuco cuando el asesino —veloz como un predador— le clavó una daga en el vientre.
Tras lo cual, se marchó.
El eunuco Choi sintió el frío del acero en su interior, propagándose con dolorosa lentitud. Y aunque le costó moverse, se arrancó la daga y la lanzó al suelo. Después, con una mano sobre la herida que no dejaba de sangrar, entró con pasos tambaleantes en los aposentos del rey, sacó voz de las entrañas y gritó:
¡El rey ha sido asesinado!
¡Guardias!