—¿En qué estaría pensando...? —recordé vagamente la duda reflejada en los ojos de Shizuka más temprano, cuando se quedó mirándome en silencio. No me lo preguntó, pero sentí su inquietud colgando en el aire como una hoja a punto de caer.
Lo cierto es que yo tampoco habría sabido responderle.
Aquel instante junto al cerezo, mientras Edu miraba el cielo con los ojos de alguien que carga un secreto, dejó una grieta en mi calma. No era la primera vez que lo notaba diferente, pero hoy había algo más... más profundo, más cercano a una verdad que aún no podía nombrar.
Me encontraba en mi habitación ahora, sentada frente al pequeño escritorio de madera con el mismo tintero aún sin cerrar. La carta que había intentado escribir dormía sin terminar dentro de un cajón. El sonido lejano del viento se colaba por la rendija de la ventana.
Ibuki aún no regresaba de la inspección que había salido a supervisar en los límites del bosque sur. Hinata ya estaba acostada. Kenji se había quedado dormido sobre un libro en la biblioteca, y Azumi lo había cargado suavemente a su habitación sin despertarlo.
Edu... él había dicho que daría una última ronda por el jardín. Como si algo dentro de él no pudiera quedarse quieto.
Me puse de pie. Encendí la lámpara de aceite y salí al pasillo. La casa Hoshino era silenciosa por la noche, como si entendiera el valor de los pensamientos no dichos. Mis pasos apenas sonaban sobre las tablas de madera. El aire olía a té de hierbas, a madera antigua, a una paz que parecía querer protegernos de algo.
Atravesé la sala principal, pasé junto al salón de entrenamiento vacío, y al llegar al zaguán lo vi.
Edu estaba junto al cerezo. Otra vez. Esta vez no miraba al cielo. Miraba sus manos.
No lo interrumpí. Me limité a observar desde la sombra del marco de la puerta.
Vi cómo las cerraba lentamente, como si intentara contener algo entre los dedos. Luego las abrió. Las observó como si esperara ver alguna señal. Un resplandor. Una respuesta. Algo que confirmara lo que ni siquiera él sabía que estaba buscando.
Zuzu se acercó y se enroscó a su lado. Él la acarició sin mirar. No habló. No suspiró.
Solo cuando se giró para regresar a la casa notó mi presencia. Me observó unos segundos, sin sorpresa.
—¿Aún despierta, mamá?
—No podía dormir.
—Yo tampoco —dijo simplemente.
Y pasó junto a mí sin decir más. Me detuve a observar su espalda mientras se perdía por el pasillo.
Sus pasos eran firmes. Pero el silencio en sus ojos... ese no era de un niño.
Regresé a mi habitación, me senté en el borde de la cama, y apagué la lámpara.
En la oscuridad, una sola imagen me acompañó mientras el sueño me envolvía poco a poco:
Los ojos de mi hijo. Abiertos. Profundos. Demasiado quietos para alguien que debería seguir soñando.
Y muy en el fondo... sentí que esa noche no era solo el fin de un día.
Era el principio de algo que aún no comprendíamos.
Algo que se avecinaba como un susurro contenido.
Un eco que solo una madre podía escuchar.
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La mañana llegó con un cielo despejado, como si la noche anterior hubiese lavado las nubes del mundo. El rocío sobre las hojas parecía más fresco, más vibrante, y el aire traía consigo un aroma a tierra mojada y flores silvestres.
Me desperté temprano, más por necesidad emocional que por costumbre. Tras observar a Edu la noche anterior, algo en mí deseaba que ese día fuera distinto. Más ligero. Más cercano a la risa que al silencio.
Mientras terminaba de peinarme, tomé la decisión.
—Hoy iremos al pueblo —anuncié en cuanto nos reunimos para el desayuno.
Hinata alzó la mirada, sorprendida. Kenji dejó caer su cuchara con un sonoro tintineo. Edu... bueno, Edu simplemente sonrió con ese aire despreocupado que no siempre engañaba a su madre.
—¿Todos? —preguntó Azumi desde la cocina.
—Todos. Una caminata, algo de compras, un poco de aire distinto. Creo que nos hará bien.
Shizuka y Azumi se miraron, y ambas asintieron sin decir nada. Aunque intentaban disimularlo, también ellas llevaban días percibiendo la tensión en casa. Era sutil, pero persistente, como una cuerda tensa que no llegaba a romperse.
Zuzu maulló desde lo alto de una repisa, donde había estado espiando la conversación. Edu la miró con complicidad.
—¿Vendrás con nosotros, guardiana de los secretos? —le dijo con fingida solemnidad.
La gata le respondió saltando directamente sobre su hombro, haciéndolo tambalear mientras reía.
—¡Zuzu! ¡Al menos déjame terminar el desayuno primero! —protestó, aunque no con demasiada convicción. A mí me pareció que disfrutaba de esa batalla constante tanto como ella.
A las pocas horas, emprendimos la marcha.
El sendero hacia el pueblo recorría campos de trigo y árboles de durazno. Los niños corrían adelante, riendo, mientras yo caminaba a su ritmo. Ibuki nos alcanzaría más tarde; aún debía enviar unos informes a los gremios de la región. Shizuka y Azumi iban a mi lado, con los ojos atentos a los alrededores como era costumbre.
A la entrada del pueblo, varios vecinos saludaron con afecto. Un panadero gordito levantó el brazo desde su tienda.
—¡Señora Sakura! ¡Me alegra verlos! ¡Los niños se están haciendo grandes!
—Y traviesos también —dije sonriendo.
Los gemelos respondieron con una mueca idéntica de fingida inocencia.
Una pequeña plaza nos recibió con su fuente central burbujeando, rodeada de casas de techo rojo y ventanas llenas de geranios. Allí esperaban algunos niños del pueblo que reconocieron a Hinata y Kenji de inmediato. Comenzaron a jugar juntos como si el tiempo no hubiera pasado desde la última vez.
Edu, mientras tanto, parecía más interesado en explorar los puestos de mercado, coqueteando ligeramente con la vendedora de frutas de ojos verdes, que fingió indignarse por sus cumplidos exagerados.
—¿Así que hoy decides robar corazones en lugar de manzanas? —le dijo ella.
—¿Y si hago ambas cosas? —respondió él con una sonrisa que provocó que Azumi le lanzara una mirada fulminante.
—Edu —murmuró Shizuka, entre dientes, sin poder evitar sonreír.
La iglesia del pueblo se alzaba al final de la calle principal, construida en piedra blanca, con vitrales que brillaban bajo la luz del sol. Decidí entrar con Azumi mientras los niños continuaban en la plaza. Sentía la necesidad de respirar la calma de ese lugar.
Dentro, un sacerdote nos recibió con una sonrisa apacible. El incienso llenaba el aire con un aroma suave. Las velas titilaban como si sus llamas compartieran secretos antiguos. Observé los murales que adornaban las paredes, donde ángeles y figuras humanas compartían escenas de guerras y pactos.
—¿La gracia aún responde? —pregunté sin rodeos.
El sacerdote me miró con cierta sorpresa, luego asintió con lentitud.
—A veces. Pero no todos saben escucharla. Y cuando lo hacen... no siempre les gusta lo que dice.
Salimos poco después, sin decir mucho más.
Al regresar a la plaza, Edu estaba sentado en el borde de la fuente, con Zuzu sobre sus piernas. Miraba a los niños jugar. Y por un instante, su sonrisa desapareció. Algo en sus ojos se endureció, como si un pensamiento oscuro hubiese cruzado por su mente.
Me acerqué sin que notara mi presencia.
—¿Todo bien, hijo?
Se giró y sonrió, como si nada.
—Sí, mamá. Solo pensaba en lo rápido que crecen todos...
Y entonces, volvió a mirar a Hinata. Ella reía, feliz, empapada tras una guerra de agua improvisada con Kenji y sus amigos. Pero esa mirada de Edu... tenía algo más que ternura.
Tenía una promesa. Silenciosa. Inquebrantable.
La de proteger ese momento de felicidad... a toda costa.
La campana del mediodía repicó desde la torre de la iglesia mientras regresábamos por el camino que atravesaba el mercado. Las voces de los comerciantes y el murmullo constante del pueblo se desvanecían poco a poco a medida que nos alejábamos, reemplazadas por el canto de los pájaros y el crujido de las ramas bajo nuestros pasos.
Kenji llevaba en brazos una canasta con dulces de cebada que había recibido como regalo del panadero. Hinata trotaba unos pasos más atrás, con las mejillas sonrojadas y una flor silvestre entre los dedos.
Zuzu, por supuesto, no podía faltar en su papel de agente del caos: perseguía mariposas y trataba de atrapar la cola de Edu, quien ya había tenido que sacudírsela de encima tres veces con una mezcla de fastidio y resignación divertida.
—¿Sabes que serías una mascota más aceptable si no intentaras matarme todos los días? —bromeó Edu, justo cuando Zuzu le arañaba suavemente el tobillo.
—¡Miau! —fue la respuesta altiva, seguida de un salto a la cabeza de Hinata, quien rió alegremente.
—Zuzu es demasiado inteligente —comentó Azumi, que caminaba a un lado mío—. A veces me pregunto si realmente es solo un gato.
—No lo es —respondí sin pensar demasiado.
Azumi me miró sorprendida, pero yo solo sonreí, como si lo hubiera dicho en broma.
Shizuka iba unos pasos más adelante con Edu, aunque parecía guardar silencio por una razón distinta: observaba a mi hijo con ojos agudos, no como sirvienta, sino como guerrera. Como si intentara leer las líneas invisibles que atravesaban su cuerpo.
Lo noté también.
Cada vez que Edu se movía, era como si su cuerpo supiera algo que su mente aún no decía. Tenía una ligereza entrenada, un equilibrio natural. Demasiado para un niño de su edad.
Cuando por fin llegamos a la casa, decidí tomar un descanso en la terraza mientras los niños subían a cambiarse y Azumi comenzaba a ordenar las compras.
—Edu, ven un momento —llamé, cuando lo vi pasar rumbo a las escaleras.
Él se detuvo, retrocedió unos pasos y se apoyó en la baranda frente a mí.
—¿Sí, mamá?
—Quiero que esta noche vengas a verme después de la cena. Quiero hablar contigo, solo un poco.
—¿Hice algo malo?
—No, no es eso. Solo… quiero escuchar cómo estás.
Me miró un segundo. Luego asintió.
—Está bien. Pero solo si me dejas preparar el té.
Sonreí.
—Hecho.
Edu subió las escaleras con ese paso ligero que siempre lo caracterizó. Sin embargo, antes de desaparecer, se giró brevemente a mirar el jardín. No a mí, no a la casa… sino al espacio. Como si sintiera que alguien lo observaba desde más allá de los árboles.
Esa noche, después de la cena, vino a mi habitación con una tetera envuelta en un paño. Su expresión era tranquila, pero en sus ojos seguía ese fuego mudo que lo hacía parecer más grande de lo que era.
—¿Té de raíz dulce? —pregunté al olerlo.
—Con un toque de flor de ceniza —respondió, sirviendo con cuidado.
Nos sentamos frente a frente. Bebimos en silencio.
—¿Te sientes bien? —pregunté al fin.
—Sí. Aunque a veces… —hizo una pausa larga—. Siento que hay algo dentro de mí. Algo que se mueve cuando no quiero. Como una canción que no recuerdo haber aprendido, pero que tarareo en sueños.
Mis dedos se cerraron en torno a la taza. Lo miré con atención, sin interrumpirlo.
—Y cuando miro a Hinata… o a Kenji… o a ustedes —añadió—, sé que haría cualquier cosa por protegerlos. Y eso no me asusta. Lo que me asusta es no saber de dónde viene ese deseo. Ni hasta dónde llegaría para cumplirlo.
El silencio se volvió denso. Afuera, el viento comenzaba a susurrar entre los bambúes del jardín.
—¿Tú crees que… hay cosas en nosotros que nacen antes de nosotros mismos? —me preguntó, casi en un murmullo.
No supe qué responder de inmediato.
Pero lo tomé de la mano.
—Creo que hay canciones que empiezan mucho antes de que escuchemos su primer verso. Y que algunas de ellas… están hechas para resonar más allá de nosotros.
Edu no respondió. Solo asintió levemente, y por primera vez en mucho tiempo… lo vi temblar apenas.
No de frío.
De conciencia.
Y allí supe, sin palabras, que mi hijo se estaba acercando a un borde que ni siquiera sabía que existía.