(Imagen de Edu)
No había suelo.
No había cielo.
No había dolor… aún.
Solo el vacío. Un color sin nombre, una textura sin forma, una melodía sin sonido. La Nada no lo desintegraba rápidamente. No. Era peor: lo estaba olvidando.
Cada recuerdo, cada fragmento de sí mismo, era absorbido lentamente por la niebla sin contorno. Su voz interior —esa que había usado para burlarse de sus enemigos, para provocar a sus sirvientas, para molestar a Hinata— era ahora un eco amortiguado, deshaciéndose como tinta en agua.
"No soy nada."
No sabía si lo había pensado o si la Nada se lo había susurrado.
…
"No soy solo eso."
Esa segunda voz fue diferente. No era un pensamiento, era una resistencia. Una chispa.
Una imagen surgió del abismo sin forma: el rostro de Hinata, manchado de lágrimas, llamándolo. Zuzu, empujándolo hacia atrás con sus garras antes de que el Vacío se cerrara. La mano temblorosa de su padre sobre su hombro cuando aún era niño.
"Soy Edu Hoshino."
Y eso bastó para que la Nada retrocediera… por un instante.
La oscuridad que lo rodeaba cambió. No se disolvió, no huyó. Pero reconoció su existencia. La conciencia de Edu ardía, aunque fuera como una cerilla en un vendaval.
"Mientras recuerde… mientras resista… no soy suyo. Todavía no."
(Imagen de Lord Valerius)
El perfume de la sangre seca aún colgaba en el aire, como una carcajada burlona que no terminaba de disiparse.
Lord Valerius empujó las puertas traseras de sus aposentos con violencia. La luna bañaba su estudio privado con una luz pálida, azulada, que parecía burlarse de su sudor frío.
—¡Maldita sea! —escupió, desabrochándose el cuello del uniforme ceremonial mientras el temblor de sus dedos delataba lo que su porte arrogante ya no podía ocultar.
La batalla no había sido suya. Ni siquiera sabía bien cómo había empezado. Solo recordaba la presión sofocante en el aire, el rugido de un abismo imposible… y ese brillo.
Primero, la luz blanca: la irrupción imposible, como si el mundo recordara lo que significaba existir.
Y luego el negro absoluto: la nada viva, la aniquilación sin fuego ni sonido.
Dos poderes que no deberían convivir.
—¿Qué rayos son, Hoshino...? —murmuró, con los ojos desorbitados mientras recogía frenéticamente pergaminos, frascos, una daga ritual envuelta en seda negra.
La voz de Seraphina retumbaba aún en su cabeza: "Me humilló públicamente… me redujo a un adorno más de su corte."
Era obvio que la princesa sospecharía de el por los eventos ocurridos.
No, no había forma de que sobreviviera a la política de la mañana siguiente. Las casas menores ya olían a sangre, y la princesa tenía a los Hoshino como aliados. Él necesitaba desaparecer… antes de que el juicio real se convirtiera en ejecución silenciosa.
Recorrió su colección privada. Algunas de las reliquias aún zumbaban con un poder inquietante. El espejo de obsidiana que mostraba solo el reflejo de uno mismo "al morir". Una pluma negra que escribía nombres sin tinta. Un anillo que silenciaba las palabras. Ninguna le servía ahora.
Solo le quedaba una salida: la cabaña en el bosque prohibido, la misma donde su linaje había sellado pactos antiguos.
Una guarida de traidores. Un nido de conspiración.
Cubierto por una capa oscura, abandonó sus aposentos sin mirar atrás. Ni siquiera ordenó a sus sirvientes que empacaran. No confiaba en ninguno.
La ciudad dormía, ignorante del monstruo que había estado alojado entre sus muros… y del otro monstruo que ahora huía.
Su carruaje privado lo esperaba en la entrada oculta del jardín este. Solo un lacayo ciego conducía, como dictaba la costumbre de sus antepasados. Nadie debía saber la ruta.
Mientras el carruaje se alejaba del castillo, el rostro de Edu apareció en su mente: una mueca de determinación, el fuego del sacrificio ardiendo en sus ojos grises.
Y luego, el rostro de la niña.
Hinata.
No solo luz.
Algo más antiguo.
Algo que el poder oscuro que Valerius había tocado… odiaba.
La cabaña apareció entre los árboles como una sombra fija en el mundo. El lacayo detuvo el carruaje.
—Espere aquí. —Las únicas palabras que dijo.
Valerius descendió. Su aliento se volvió vapor al contacto con el aire denso del bosque.
La puerta de la cabaña se abrió sola.
Una vela se encendió.
Y una voz susurró desde la oscuridad:
—Llegas tarde… y con miedo. Eso no es bueno, mi lord. El miedo no se negocia. Se huele.
La voz de Sakura, al nombrar "La Gracia", se desvaneció en la sala, pero las palabras permanecieron, suspendidas en el aire como motas de polvo en un rayo de luz. Un poder de creación, el eco de la Primera Luz, residiendo en la pequeña Hinata. El opuesto exacto del Vacío que se había llevado a Edu.
La sala, que ya estaba sumida en el miedo helado por la revelación de Kenji sobre un posible asesinato, ahora se enfrentaba a una verdad aún más vasta: no éramos testigos de una simple conspiración política, sino de un choque entre fuerzas primordiales.
Mi padre, el Rey Ragnar, juntó las manos sobre la mesa, su rostro una máscara de granito. Su mirada pasó del rostro afligido de Ibuki al semblante analítico de Kenji.
—Entonces este es nuestro tablero —dijo, su voz un trueno contenido—. Un traidor en la corte que invoca horrores, Lord Valerius. Un asesino oculto en las sombras, capaz de manipular la existencia misma. Y en el centro, los poderes de la creación y la aniquilación encarnados en dos niños.
El peso de su resumen nos aplastó a todos. Era una guerra declarada por un enemigo que ni siquiera tenía rostro. Mi mente se aferraba a un solo pensamiento: Valerius. Él era el hilo. La única pieza suelta que podíamos jalar para desentrañar toda la red.
Fue entonces cuando las puertas del Salón del Consejo se abrieron con un estrépito.
Un guardia de la patrulla de mi hermano Elian entró a trompicones, su armadura resonando con cada paso torpe. Cayó sobre una rodilla, con el pecho agitándose en busca de aire.
—¡Príncipe Elian! ¡Mi señora! —jadeó, dirigiéndose a nosotros.
Elian se puso tenso. —¿Qué ocurre, soldado? ¡Informa!
—Es Lord Valerius, alteza. Siguiendo sus órdenes, un escuadrón fue a su mansión para detenerlo y traerlo a interrogatorio... pero ha huido.
La sangre se me heló en las venas.
El guardia continuó, con la voz cargada de urgencia. —Sus aposentos están vacíos. Sus sirvientes más leales han desaparecido. La chimenea de su estudio privado... está llena de las cenizas de incontables pergaminos y documentos. Borró todo rastro y se ha desvanecido.
Un silencio tenso se apoderó de la habitación. Vi la mandíbula de Ibuki endurecerse. Vi la frustración destellar en los ojos de Kenji, como un erudito al que le arrebatan su único texto de estudio.
Mi reacción fue más visceral.
Mi mano, por sí sola, se cerró en un puño. Con un golpe seco y sordo, impactó la superficie de la mesa de roble. No fue un estallido de rabia caliente, sino la manifestación física de una furia fría y cortante. Me puse de pie lentamente, sintiendo todas las miradas sobre mí.
—Ese cobarde... —siseé, y mi voz era el sonido del hielo al resquebrajarse—. No solo huye de la justicia. Nos ha robado las respuestas.
Me giré hacia el guardia, mi mirada clavándose en él.
—Era el único eslabón que teníamos con el asesino de Edu. ¡El único! ¡Y lo han dejado escapar!
Mi padre se levantó, su imponente figura proyectando una sombra sobre la sala. Su ira era un volcán contenido bajo la superficie.
—¡Elian! —rugió—. ¡Sella la ciudad! ¡Que nadie entre ni salga sin mi autorización expresa! ¡Quiero a cada rastreador y a cada espía que tengamos en la nómina siguiendo cualquier rastro, por débil que sea! ¡No me importa el costo!
Me volví hacia la puerta, mi juramento a Edu ardiendo en mi pecho. La caza de Valerius ya no era un asunto de estado. Era una deuda de sangre.
—Él no encontrará refugio en ningún rincón de este mundo —declaré, no para el consejo, sino para el fantasma de Edu que sentía a mi lado—. Lo encontraré. Y me dará el nombre del hombre que lo mandó.
El juramento de Seraphina se convirtió en la orden de marcha para todo el reino. El castillo, que momentos antes era un nido de duelo, se transformó en un avispero de actividad militar. El eco de miles de botas sobre el empedrado resonaba día y noche, y las puertas de la capital se cerraron con el estruendo del acero. La imagen de Lord Valerius fue distribuida por todos los rincones, una promesa de justicia colgando sobre su cabeza.
Pero pasaron los días, y la maquinaria de guerra y espionaje del reino se topó con un muro de silencio.
El primer día fue de un optimismo feroz.
Al segundo, la frustración comenzó a filtrarse.
Al cuarto día, el fracaso era una bestia silenciosa sentada en el centro del Salón del Consejo de Guerra. Lord Valerius se había desvanecido. No como un hombre que huye, sino como un pensamiento que se olvida. Era una imposibilidad que gritaba la existencia de una ayuda externa y poderosa.
Frente a un mapa del reino que ya no ofrecía respuestas, la furia de Seraphina se había enfriado hasta convertirse en un hielo cortante. Cada segundo perdido era un insulto a los Hoshino, una falla en el juramento que había hecho.
—Cuatro días —dijo, su voz tan baja que era casi un susurro—. Y el hombre que nos llevaría hasta el responsable de lo que le pasó a Edu ya no existe en este reino.
—Seraphina, esto va más allá de una simple huida —respondió Elian, con el rostro demacrado por el insomnio—. Quien quiera que lo ayudó, maneja un poder que se burla de nuestras fronteras y nuestros ejércitos.
—Entonces encontraremos un poder mayor —replicó ella, con una determinación inflexible.
Como si sus palabras hubieran sido una invocación, la puerta del salón se abrió con parsimonia. Un chambelán, con una expresión que mezclaba nerviosismo y asombro, se inclinó profundamente.
—Alteza... ha llegado una delegación. No anunciada.
—No tengo tiempo para... —comenzó a espetar Seraphina.
—Perdóneme, mi señora —la interrumpió el chambelán, algo que jamás se habría atrevido a hacer en circunstancias normales—. Son del Reino de Ámbar.
Un silencio profundo y cargado de incredulidad cayó sobre la sala. El Reino de Ámbar no era un aliado político ni un vecino comercial. Era un mito. Una nación aislada en las cumbres más altas del mundo, habitada por videntes y oráculos que rara vez descendían o se inmiscuían en los asuntos de los hombres.
Seraphina intercambió una mirada atónita con su padre y con Ibuki.
—Hazlos pasar —ordenó, su voz apenas una exhalación.
Tres figuras entraron. No eran guerreros ni cazadores. Vestían túnicas de un blanco inmaculado, tejidas con hilos de oro que formaban patrones celestiales. Cada uno portaba un báculo de madera pálida rematado por una gran pieza de ámbar que brillaba con luz propia. La que lideraba era una mujer anciana, su rostro una red de arrugas finas y sus ojos, de un sorprendente color ámbar, parecían contener la sabiduría de eras. No mostraron deferencia, sino una serena y absoluta autoridad.
La anciana Oráculo posó su mirada en Seraphina.
—Princesa del Reino de Valerius. No hemos venido por el hombre que se ha perdido. Su destino es una hebra menor en el tapiz.
Su voz, aunque suave, resonó en el alma de todos los presentes. Ignoró a los reyes y generales, y se dirigió a la verdadera razón de su viaje.
—Estamos aquí por el grito que rasgó el velo de la realidad. —Sus ojos ambarinos se movieron, pasando por encima de todos, hasta fijarse en la figura silenciosa de Hinata, quien estaba sentada junto a su madre—. Estamos aquí por el Vacío que reclamó una estrella. Un poder tan absoluto que su eco ha hecho temblar los cimientos de nuestro hogar.
La Oráculo dio un paso lento y deliberado hacia la niña.
—Y estamos aquí por la luz que le respondió. El amanecer que floreció en la noche. La Gracia. —La anciana se detuvo a una distancia respetuosa, su mirada suavizándose con una profunda solemnidad—. El equilibrio se ha roto, niña Hoshino. La balanza se ha inclinado violentamente. Hemos venido a ofrecerte nuestra guía, pues el poder que portas ya no puede permanecer oculto. Debe ser entendido. Debe ser preparado. Porque el Vacío que se llevó a tu hermano... ahora sabe que existes.
(Vista de Hinata)
Las voces de los adultos habían sido un ruido sordo durante cuatro días. Un murmullo bajo y enfadado que se movía a mi alrededor como un río lejano. Yo estaba en una pequeña isla, sentada al lado de mamá, y el único sonido real era el silencio que mi hermano Edu había dejado atrás. Un silencio tan grande que llenaba toda la habitación, aunque nadie más pareciera oírlo.
Pero la voz de la mujer nueva fue diferente.
No sonaba enfadada como la de la princesa Seraphina, ni triste como la de papá a veces por la noche. Sonaba como... el viento en los árboles muy altos. Como una historia muy, muy antigua.
Su voz cortó la niebla en mi cabeza. Dijo palabras que no entendí del todo —"singularidad", "equilibrio", "tapiz"—, pero sentí lo que significaban. Dijo que había escuchado el "grito". El grito silencioso cuando Edu... cuando el Vacío se lo llevó.
Alguien más lo había sentido. No estaba loca.
Luego, los ojos de la mujer de ámbar me encontraron.
Eran los ojos más viejos que había visto nunca. No tenían arrugas alrededor, pero por dentro parecían contener todas las puestas de sol del mundo. Cuando me miraron, sentí que toda la sala desaparecía. Ya no estaban ni el Rey, ni la Princesa, ni los guardias. Solo estábamos ella y yo. Y la mano de mamá, que de repente apretó mi hombro con fuerza.
Dijo la palabra que mamá me había susurrado: "La Gracia". La luz que había salido de mis manos. La calidez que había intentado curar el suelo roto.
Y entonces dijo la última frase.
"...Porque el Vacío que se llevó a tu hermano... ahora sabe que existes."
El frío no entró en la habitación. Nació dentro de mí. Un trozo de hielo en mi estómago.
Los demonios. Ahora sabian que existo.
Ellos tarde o temprano vendrán por mí.
Por un segundo, quise esconderme detrás de mamá. Quise hacerme tan pequeña que nadie pudiera encontrarme. Edu siempre me había protegido. Él se reía de los monstruos o demonios de debajo de la cama y decía que los quemaría si se atrevían a salir. Pero Edu ya no estaba para quemar a estos.
Sentí el temblor en mis manos. Miré a la mujer de los ojos de ámbar. No parecía mala. Parecía... la verdad. Una verdad aterradora, pero real.
Me puse de pie. Las piernas me temblaban un poco, pero lo hice. La túnica blanca de la Oráculo parecía brillar. Sentí la mirada de todos, pero la única que importaba era la suya.
Mi voz salió pequeña, como un ratoncito, pero no vaciló.
—Esa... esa cosa —dije, tragando saliva—. La Nada que se llevó a mi Nii-san...
Levanté la barbilla, y por primera vez desde que todo ocurrió, las lágrimas no salieron. En su lugar, sentí una pequeña chispa de calor en mi pecho. La misma calidez de antes. La Gracia.
—¿Puedo pelear contra ella?