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Crónicas del Brote Carmesí

Haruki_Quisqueya
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Synopsis
Del goblin olvidado... al rey del Eclipse “Renací como un goblin. Pero no moriré como uno.” Un alma humana es arrojada a un mundo salvaje, reencarnada en la forma más débil posible: un goblin sin nombre, sin fuerza… y sin futuro. Pero cuando una deidad olvidada lo bendice con la Marca del Eclipse, su destino cambia. Ahora Koru luchará, evolucionará, y conquistará. Forjará alianzas con seres de todas las razas: ogros, kobolds, demonios, elfos oscuros y espíritus salvajes. Juntos, formarán la Legión Carmesí, doce subordinados legendarios con sus propias historias, clases únicas y misiones divinas. Entre la sangre, la gloria y el deseo, Koru también encontrará el amor: Umbraeth, una elfa oscura con un pasado maldito… y un futuro junto al Demonio del Eclipse. Magia, guerras, traiciones, concubinas, dioses y monstruos. ¿Hasta dónde puede llegar aquel que empezó desde lo más bajo?
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Chapter 1 - Crónicas del Brote Carmesí

Capítulo 1: Nacido en la Oscuridad

La oscuridad. Un vacío sin forma ni fin. Así comenzó todo.

El hombre que fui ya no existe. Morí... o al menos eso creí. Un instante estaba cayendo por un abismo de desesperación en mi mundo, y al siguiente, desperté envuelto en un hedor nauseabundo, rodeado de chillidos agudos y cuerpos arrastrándose por el suelo húngaro.

—¡Grah... ah...!

Mis primeras palabras no fueron humanas. Mi lengua, tosca y extraña, no podía formar ni una sola frase coherente. Mi cuerpo era débil, mi piel verde y flácida. Tenía garras en vez de dedos, y mi estatura no superaba el metro. Me había convertido en un "duende".

Había leído historias sobre renacimientos, sobre segundas oportunidades, pero nunca imaginé vivir una. Y mucho menos... comenzando desde la raza más baja.

Pero algo era diferente en mí. Mientras los demás duendes balbuceaban y se golpeaban por un trozo de carne podrida, yo pensaba. Observaba. Aprendía rápido. Mis sentidos eran más agudos, y mi razón estaba intacta. No solo era un duende: era alguien dentro de un cuerpo de monstruo.

La cueva donde habitábamos era miserable: charcos pestilentes, heces secas en las esquinas, huesos desperdigados y un ambiente que olía a miedo y muerte. La tribu no tenía líder claro, sólo un duende viejo con un ojo que chillaba más fuerte que el resto y se apropiaba de la mejor carne. Los más jóvenes sobrevivíamos en los bordes, alimentándonos de sobras, insectos o incluso roedores.

El hambre era constante, como una garra invisible que apretaba mis entrañas sin tregua. Dormir era un riesgo: los duendes mayores robaban a los pequeños, o peor aún, los usaban de alimento si se debilitaban. En esas condiciones, aprender a sobrevivir se convirtió en mi único objetivo.

Y entonces escuché su voz.

"Has sido elegido. Eres mi brote en el fango. Yo soy aquel que duerme bajo el eclipse. Cumple mi voluntad, y serás mi heraldo".

Una marca ardió en mi pecho. Una estrella oscura con un anillo brillante alrededor. No sabía si estaba loco o si de verdad un dios antiguo había puesto sus ojos en mí. Pero en ese momento lo sentí: mi historia comenzaba.

Pasaron los días. Cazaba roedores con una piedra, me ocultaba de los duendes mayores y dormía con un ojo abierto. No tenía nombre, ni respeto, ni fuerza. Pero tenía algo que los demás no: conciencia.

Y hambre. No solo de carne. De saber. De poder. De escapar del destino miserable que esta raza tenía.

Los duendes de la cueva vivían por instinto: comían, dormían, se reproducían y morían. Nadie buscaba nada más. Yo, en cambio, me fijaba en cada movimiento, cada patrón, cada jerarquía invisible. Supe rápido cuál era el momento perfecto para robar comida, dónde esconderme si me perseguían y qué trozos de hueso podía afilar contra la roca para crear armas improvisadas.

Comencé a registrar mentalmente el comportamiento de los demás: el duende tuerto comía siempre a la derecha del fuego, el más fuerte dormía en la cima del montón de huesos, los débiles formaban pequeños grupos por miedo. Me adapté, me camuflé. Me convertí en invisible... por ahora.

No tardé en llamar la atención. No por fuerza, sino por extrañeza. Yo hablaba solo. Hacía gestos. Practicaba con piedras. Incluso había empezado a usar cenizas para dibujar en las rocas. Para los otros duendes, era raro. Para mí, era un paso hacia algo más grande.

—Ese... ese pequeño está loco —murmuraban.

—¡Mira! ¡Dibuja cosas en la pared! Seguro que está maldito —decían otros.

Cierta noche, mientras los demás dormían, me aventuré más allá de los túneles conocidos. Allí encontré un rincón olvidado, donde la humedad formaba estanques y un tenue resplandor verde salía de las paredes. Me senté, cerré los ojos y traté de recordar quién era antes de llegar aquí. Fragmentos vinieron: una ciudad, luces, una computadora... una caída.

La marca en mi pecho volvió a arder. No era dolor... era un recordatorio. Una promesa.

Desde entonces, algo cambió. Comencé a ver patrones en la oscuridad, a anticipar los ataques de las alimañas, a escuchar antes de que otros pudieran oler el peligro. Los sueños se volvieron más lúcidos. Voces. Ecos. Imágenes de estructuras antiguas sumergidas bajo eclipses eternos.

No entendía nada. Pero intuía que debía prepararme.

Fue entonces cuando presencié uno de los momentos más crueles de esta tribu: el regreso de los exploradores. Duendes mayores, armados con lanzas toscas, arrastraban consigo una carreta de madera improvisada. Dentro, entre los víveres robados de una caravana humana, había tres mujeres. Sus ropas estaban rasgadas, su piel sucia y sus ojos apagados.

—¡Nuevas hembras! ¡Nuevas crías! —chilló uno.

—¡Las humanas dan hijos más fuertes! ¡Las goblins ya no sirven! —gritó otro.

Las mujeres apenas se movían. Una de ellas, más joven, tenía una mirada diferente. No era de miedo... era de odio. Pero sabía disimularlo. Fingía obediencia, esperando su momento.

En ese instante entendí el verdadero horror de este lugar. No era solo la miseria... era el ciclo sin fin de violencia y desesperanza. Algo dentro de mí se encendió. No podía intervenir todavía. No tenía la fuerza. Pero lo haría. Lo juré.

Y entonces, la serpiente vino.

No fue un ataque, no al principio. Sólo escuché un ruido: "shhhh... shhh...". Luego la vi. Grande, escamosa, con dos colas que se agitaban como látigos. Los duendes huyeron. El viejo chilló.

—¡Alguien que la distraiga! ¡Tírenle carne! —gritó con desesperación, sin moverse un centímetro.

Nadie hizo nada.

Yo... actué.

Con una lanza rudimentaria hecha de hueso y piedra, me interpuse en su camino. El miedo me paralizó por un segundo, pero algo en mí —quizás esa voz— me empujó hacia adelante.

Fue una lucha torpe, llena de gritos, heridas, mordidas y sangre. Me perforó el brazo. Me lanzó contra la pared. Me aplastó una pierna. Pero al final, cuando ya apenas respiraba, hundí mi arma en su único ojo, y la criatura se enfrió antes de desplomarse.

Todo se volvió negro.

Cuando desperté, no había luz. Ni mensajes. Ni evolución. Solo dolor. Mucho dolor.

Había ganado... pero no sin costo.

Las heridas me mantuvieron al borde de la muerte por días. Me arrastraba, jadeaba. Un duende menor intentó quitarme el trozo de carne de serpiente y lo amenacé con una roca.

—¡Mi comida...! —gruñí con voz áspera. Me sorprendió que ya podía formar palabras.

Nadie me ayudó. Nadie me miró dos veces.

Pero yo sabía que ese combate había sido una señal.

Una prueba.

No había evolucionado... aún. Pero algo dentro de mí se había activado.

Desde ese día, empecé a notar cambios: mis sentidos eran más agudos, mi cuerpo se recuperaba más rápido, y esa voz... esa voz en mi interior, seguía susurrando:

"Sangra. Aprende. Sobrevive. Y renace".

Y así lo haría.

Porque aún era un duende...

Pero pronto sería mucho más.