Desde el punto de vista de Ivar Lodbrok
A los seis inviernos, entendí que había nacido dos veces. La primera fue en medio de una tormenta. La segunda, cuando el cuerpo de mi padre no volvió del paso de hielo.
En esa segunda vida, supe que el mundo no se arregla con palabras, ni con luto. Supe que si quería que mi familia sobreviviera —que Skagos cambiara— tendría que escuchar mucho, hablar poco y actuar en silencio.
Pasó un año desde la muerte de mi padre. Un año de hambre contenida, de cuchillos bajo la mesa. Un año donde Hakon aprendió a fingir que no temía ser el heredero. Y madre, rota por dentro, vestía negro con la misma firmeza que antes vestía hierro.
No lloraba en público. Solo la oí una vez, sola, en la sala vacía, murmurando el nombre de mi padre con voz quebrada. Nadie entró. Nadie interrumpió. En Skagos no se consuela. Se sobrevive.
Mientras Hakon lidiaba con tributos, cosechas pobres y jefes menores que querían probar su temple, yo observaba. No hablaba mucho. No hacía falta. El mundo hablaba todo el tiempo si sabías escuchar. El crujido de la madera, el gemido del viento, el peso del silencio tras las puertas cerradas.
Empecé a construir cosas. Pequeñas. Un sistema de poleas para subir leña sin tener que usar mulas. Un conducto para desviar el humo del hogar hacia un respiradero mejor. Nada extraordinario. Nada que cambiara vidas. Pero los sirvientes me miraban raro. No porque no entendieran, sino porque no esperaban eso de un niño que apenas hablaba y tenía un ojo como brasa encendida.
—Este crío no es normal —decían en las cocinas—. Tiene la mirada de un ave. Siempre planeando.
No me molestaba. El Cuervo, empezaron a llamarme. Al principio en voz baja. Después, como si el nombre siempre hubiera estado ahí.
El invierno empezó a ceder. Y con él, llegaron visitantes.
Tres clanes menores llegaron a Rimholt con estandartes enrollados y espaldas rectas. Hombres duros. Falsamente humildes. Rostros de cuervo, ojos de serpiente. Venían con sonrisas y una propuesta vestida de amenaza.
El jefe de los Skane, Kraed, hablaba por todos. Se sentó en la mesa larga como si fuera suya. Su voz era amable. Su tono no lo era.
—Sabemos que Bjorn ya no está —dijo, mientras su mirada recorría la sala—. Y sabemos que Hakon es joven. Y que una madre sola no puede proteger tanta tierra. Así que traemos paz. Estabilidad. Proponemos que la viuda de Bjorn —nuestra querida Yrsa— se una en matrimonio a la casa Skane.
Nadie respondió. Mi madre mantenía el rostro sereno. Hakon apretaba los puños, los nudillos blancos. Yo solo lo miraba, sin parpadear.
—Tendrán protección, comida. —Kraed sonreía, como si estuviera ofreciendo miel, no cadenas—. No hay necesidad de más guerras, ¿verdad?
Hakon se alzó.
—Necesitamos pensar.—Tienen diez días —interrumpió uno de los acompañantes de Kraed, un bruto de barba entrecana—. Luego volveremos. Con una esposa... o con hierro.
Se marcharon sin esperar respuesta. Dejaron atrás una tensión que mordía más que el hielo.
Esa noche, nadie durmió. Hakon golpeó la mesa con el puño hasta sangrar. Madre se retiró en silencio. Y yo, en mi rincón, con el metal entre los dedos, ya sabía lo que debía hacerse.
Me acerqué a Hakon cuando la casa dormía. Él me miró, cansado.
—¿También tú vienes a juzgarme? —dijo con la voz quebrada por el peso de los días.
Negué con la cabeza.
—Tendrás que matarlos.
Me miró, confundido. Quizá no porque dudara del acto... sino porque no esperaba oírlo de mí.
—No puedo arriesgar a toda la casa en una guerra abierta. No con los otros clanes mirando.
Le tendí un trozo de piel curtida. En ella, había dibujado un mapa con marcas: caminos ocultos. Rocas desde donde lanzar troncos. Zonas de hielo inestable. Rutas por donde podríamos hacer una emboscada sin ser descubiertos.
—No les haremos la guerra. Los haremos desaparecer. Que parezca... el castigo de los dioses.
Hakon no habló de inmediato. Solo tomó el cuero. Lo estudió. Me miró.
—¿Tú... pensaste esto?
Asentí.
Sus ojos, por primera vez, no me vieron como al hermano pequeño. Sino como a alguien más. Un aliado. Un igual.
Esa noche, la casa Lodbrok empezó a preparar silencio con dientes.
Y yo supe, por primera vez, que las guerras no se ganaban con espadas, sino con paciencia, mente fría... y cuervos que nunca avisan cuándo atacarán.